Apocalipsis en Buenos Aires: El año del desierto de Pedro Mairal
Albert von Brunn (Zurich)
(Publicado en la revista Librería García Cambeiro, Argentina y Brasil, mayo 2007)
“La altura del piso veinticinco permitía esa mirada geográfica. Era la vista de los hombres poderosos”. Así describe Maria su lugar de trabajo, la protagonista en la novela de Pedro Mairal[1]: “Como si fuera un lugar en otro país, lejos del barro nacional, como visto desde un avión. Era la altura de la economía global, de las grandes financieras del aire, donde se establecían a la perfección los contactos telefónicos con las antípodas”. Es el último día de trabajo de María. El apocalipsis bajo la forma de una intemperie avanza sobre la capital argentina, refugiados invaden el centro de la ciudad y el pánico sobrecoge a los habitantes que se encierran en sus casas. A lo largo del año en que transcurre la narración, María pasa por varios girones del infierno: secretaria de una Empresa Multinacional, ella se transforma primero en enfermera, después en ama de llaves, luego en prostituta y acaba como esclava de una tribu de indígenas. De la capital sobra apenas la Torre Garay.
El episodio de la Torre de Babel (Génesis 11,1-9) equivale a una especie de catástrofe social. La torre simboliza la arrogancia y confusión de sus constructores y su derrumbe, la imposibilidad de la comunicación entre los hombres. Al mismo tiempo, Babel pone en tela de juicio al gigantismo de las metrópolis modernas. Mientras todas las reformas sociales fracasan, Babel levanta y destruye sus torres ante nuestros ojos, ya no de ladrillo y barro, sino de cristal y acero y ostenta en su emblema el puño cerrado de la destrucción[2].
Esteban Echeverría y el matadero de la historia
“De golpe entre la niebla apareció un edificio como una escenografía art-déco, gigante, demasiado grande. Lo vimos cuando ya lo teníamos encima, era siniestro, levantado en medio de la nada (...). En la fachada tenía unas letras mayúsculas y cuadradas que decían Matadero y torres en punta que se perdían en la niebla. ¿Qué hacía eso ahí? Estaba construído en cemento, en escala monstruosa y autoritaria, como un templo para celebrar las matanzas de un poder oscuro”[3]
Secuestrada por un indio gigantesco con un tatuaje de la Virgen de Luján, María viaja a lomo de caballo. Antes de alcanzar el campamento indígena, divisa en la bruma un enorme matadero, último recuerdo de la civilización y de la historia argentinas del siglo XIX, un período de guerras civiles y dictaduras feroces. En la novela de Pedro Mairal abundan las referencias al Matadero de Esteban Echeverría (1805-1851)[4], una especie de autor cult para la última generación de escritores argentinos. En esta novela se sacrifican primero novillos y después a un ser humano, un enemigo político del régimen. Mientras que el dios del Antiguo Testamento se conformaba con la sangre de reses, corderos y cabritos, los nuevos dioses exigen carne humana. Tres elementos dominan la narración : los espectadores, la víctima propiciatoria y el ídolo de la muerte que exige venganza[5].
Desde el descubrimiento, Europa consideraba al Nuevo Mundo como un espacio diferente, de signo positivo o negativo, donde las utopías de la inocencia convivían con las antiutopías del salvajismo. En el momento en que America empieza a liberarse de la tutela europea, este dualismo vuelve a la superficie en la famosa fórmula de Domingo F. Sarmiento: civilización y barbarie. Mientras Sarmiento y Echevarría soñaban con una ciudad parecida a París, con una metrópoli en el Río de la Plata, la realidad era completamente distinta: Buenos Aires bajo la dictadura parecía un lugar de perversión y violencia. Así, la imagen literaria de la capital argentina se basa en una ambivalencia fundamental: por un lado, la realidad rechazada y por otro la imagen luminosa del futuro, un espejismo propio de la generación de intelectuales románticos que regresaban de Europa llenos de ideas y querían trasformarlo todo[6]. A lo largo del siglo XX, Buenos Aires dejaba de ser una utopía para volverse mito en las obras de Jorge Luis Borges, Julio Cortázar o Manuel Mujica Láinez. La última generación de escritores, la de Pedro Mairal, vivió una ruptura radical. Sus vidas están marcadas por la masacre de los generales después del golpe militar de 1976, un evento traumático que los condenaba a una infancia solitaria: “Mi generación”, confiesa el autor en una entrevista, ”no tuvo que matar a sus padres literarios porque ya los habían matado o silenciado los militares. Mucha gente nacida alrededor de los ’70 no tuvo padres literarios sino abuelos (…). Y uno con los abuelos no tiene conflictos”[7]
Coma catódico: el colapso de la modernidad
“Ramón estaba muy concentrado al pie de la cama; le apuntaba el control remoto a papá y apretaba los botones. Papá hacía muecas mínimas, con breves intervalos, sin abrir los ojos. (...) Cada vez que apretaba la flechita para cambiar de canal (...) papá hacía un tic con la cara y movía apenas la cabeza (…). Los médicos llamaron a eso “coma catódico”. Descubrieron que todos los casos eran televidentes compulsivos, personas que habían pasado gran parte de su vida frente al televisor y, al interrrumpirse la programación, fueron entrando lentamente en un coma que parecía de intensa actividad cerebral, como si soñaran su propia televisión”[8]
Mientras la intemperie avanza sobre la ciudad, la clase media se encierra en sus casas y pequeños fortines para resistir a la oleada de refugiados. Túneles y puentes improvisados comunican a las casas aisladas. El aeropuerto deja de funcionar, todo se confisca – hasta los libros – para levantar barricadas. El único personaje que asiste impávido a estos cambios dramáticos es el padre de María: la falta de corriente eléctrica reduce las horas de televisión y así papá se pierde en un limbo del que no volverá a despertar. Su único talismán es el control remoto que acabará por matarlo: María apretará el botón rojo y su padre dejará de respirar.
En la mayoría de las novelas de ciencia-ficción, el fin del mundo no equivale a la desaparación del planeta tierra, significa sólo el punto final de un modo de vida. Una estrategia narrativa frecuente consiste en reducir la tecnología disponible: en vez de inventar nuevas máquinas, los personajes tienen que renunciar a todo tipo de enseres familiares. En la mayoría de los casos, el protagonista logra sobrevivir: primero realiza la magnitud del desastre, en seguida va peregrinando por un mundo desolado, en busca de sobrevivientes. Con éstos forma una nueva comunidad, enfrenta los desafíos de la barbarie (enfermedades, salvajes, bandidos). El punto culminante es la victoria de las fuerzas del del bien sobre las fuerzas del mal[9]. En la novela de Pedro Mairal encontramos algunos de estos elementos, como la sobrevivencia de la protagonista o el surgimiento de una nueva comunidad después del desastre. Sin embargo, la narración rompe con los esquemas de ciencia-ficción: no hay victoria del bien sobre el mal; la protagonista pierde el habla y huye de una Argentina destruida.
Nuestra concepción moderna del apocalipsis poco tiene que ver con la religión y más con la historia. Este concepto se utiliza con frecuencia en un contexto de catástrofes nucleares, ambientales o demográficas. No obstante, el apocalipsis no es sinónimo de desastre. Tanto en la tradición hebraica (Daniel, Ezequiel, Zacarías) como en la tradición cristiana (Evangelio de San Marcos XIII, Evangelio de San Mateos XXIV, Apocalipsisis de San Juan), el narrador del fin del mundo es un individuo en ruptura radical con los poderosos de su tiempo y al mismo tiempo incapaz de cambiar las cosas. Así, el Juan del Apocalipsis bíblico es un exiliado que vive en la isla griega de Patmos. Lleno de horror ante las visiones que lo acosan devora el libro que trata de descifrar (Apocalipsis 10,10)[10]. En este contexto surgen la mayoría de los elementos tradicionales de la iconografía cristiana apocalíptica: los siete sellos, los cuatro jinetes, la ramera de babilonia, el lagar de la ira, las langostas y la boca del infierno[11]. En la novela encontramos dos motivos del apocalipsis tradicional, la cometa y la nube de langostas. En el alcantarillado de su casa María encuentra a un monstruo verde con un solo ojo[12].
En el Apocalipsis de San Juan surgen disturbios y revueltas y, por fin, la tiranía del Anticristo. A la narración de estos desastres se contrapone la esperanza del regreso de Jesucristo y de la fundación de la Celeste Jerusalén. En El año del desierto no hay nada de eso : María espera inutilmente el regreso de su novio, asesinado por los militares. Ella no tiene vocación de heroína, trata apenas de sobrevivir. Por fin, herida y privada de su lengua materna, se embarca en el último buque que la llevará a Europa. Atrás quedan el mar y la pampa vacía.
El Apocalipsis tiene mucho que ver con el descubrimiento de America. Así Cristóbal Colón en sus cartas a los Reyes Católicos cita varios pasajes de la Biblia y especialmente del Apocalipsis para destacar su hazaña, el descubrimiento de un Nuevo Mundo. Los habitantes de América eran identificados con las tribus perdidas de Israel (Apocalipsis 7,4-9) y su conversión se consideraba un primer paso hacia la realización de las profecías bíblicas sobre el reino de dios[13]. Todas estas expectativas faltan en la novela de Pedro Mairal. El mundo camina hacia atrás, de la civilización hacia la barbarie. María lo pierde todo: su trabajo, su casa, la familia, el novio, la libertad y la salud.
Joyce, la selva y el damero
“Suena el timbre de las doce y la biblioteca queda vacía. Termino de guardar los libros, pongo bien las sillas y voy al cuarto de la mapoteca. Despliego los mapas viejos sobre la mesa, miro los lugares, los nombres y las calles”, narra María al final de su odisea. “Recorro con el dedo las estaciones de tren y las calles, trato de acordarme de algunas esquinas, algunas cuadras o plazas de esa grilla enorme, inexistente. Las calles de la ciudad donde ahora vivo son menos ordenadas y geométricas, parecen un enredo, algo que fue creciendo de un modo irregular alrededor de catedrales y castillos, como muchas otras ciudades europeas”[14]
Desde el inicio, Buenos Aires ha sido dominada por una perspectiva externa de cabecera de Europa en el Río de la Plata. Ya el cronista alemán Ulrich Schmidel (1500-1581) consideraba la primera fundación (1536) de la capital argentina como un producto de la fantasía. El esquema de la grilla remonta a la segunda fundación (1580) por Juan de Garay. A Torcuato de Alvear (1822-1890) se debe la intervención más radical en el tejido urbano. Siguiendo el ejemplo del urbanista francés Georges Eugène Haussmann (1809-1891), barrios enteros fueron derribados para dar lugar a grandes avenidas, especialmente a la Avenida de Mayo[15]. En la novela de Pedro Mairal desaparece esta joya del urbanismo burgués: la metrópoli platina con su estilo de vida teatral acaba en un lodazal. María encuentra a un joven marinero irlandés, Frank, que quiere llevársela a Europa. Ella rompe a llorar, pero se revela incapaz de seguir a Frank: “Come on! Jump! Eveline!”[16] le grita el marinero. Este nombre pone en movimento el mecanismo de la memoria familiar y apunta para el recuerdo literario de otra capital, Dublin: “Después mi bisabuela, Eveline Hill, que cerca de 1910 se embarcó sola en Dublin, en el estuario del Liffey, y cruzó el mar, buscando a su novio irlandés que supuestamente la esperaba en Buenos Aires (...) No encontró a su novio en Buenos Aires, pero quiso quedarse. Sobrevivió como pudo y, con algún hombre del que nunca supimos nada, tuvo a su única hija, Rose”[17]
Eveline Hill es un homenaje explícito a James Joyce y a los Dubliners. En el cuento homónimo[18], James Joyce narra como Eveline Hill está a punto de abandonar la casa paterna para embarcarse con su novio Frank a Buenos Aires y empezar otra vida allende el Atlántico. Desde la ventana de su casa se pasa el día cavilando sobre los pros y contras de ese proyecto sin decidirse a viajar, como María Hill, su bisnieta literaria argentina. Dubliners surgió entre 1904 y 1907, cuando James Joyce aún se acordaba perfectamente de su ciudad natal y no precisaba de mapas para verla surgir ante sus ojos. Durante un paseo con el amigo Frank Budgen Joyce afirmó medio en bromas que su obra podría servir para reconstruir la capital irlandesa en caso de desastre fatal[19]. Esta idea aparece como leitmotiv en la novela de Pedro Mairal: María Hill, la bibliotecaria desterrada, cierra la puerta de su despacho, empieza a hablar en castellano y recorre los mapas de un Buenos Aires inexistente para dar vida al mapa y recordar a la patria y a las personas amadas.
La ciudad de los Dubliners había sido una capital colonial al margen de Europa. Mientras que los irlandeses de principios del siglo XX aspiraban a la libertad y a la independencia del imperio británico, sobre la Argentina de hoy pesa la sombra de la dictadura militar: en los años 1976-1983 no sólo se perdieron la libertad y la democracia, sino también la conciencia histórica de toda una generación. No es fácil despertar de semejante pesadilla. Doblada sobre el mapa de su ciudad natal, María Hill busca las huellas de una infancia perdida en un damero muerto.
En el verano de 1985 el escritor italiano Italo Calvino estaba trabajando en una serie de conferencias para la Universidad de Harvard que llamaba Seis propuestas para el próximo milenio. Enumeraba algunas características que sólo la literatura podía dar – levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad. No consiguió formular la última de sus propuestas, fulminado por una hemorragia. Así el crítico argentino Ricardo Piglia[20] propone otra característica – desplazamiento y distancia: abandonar el centro y enfocar el mundo desde la periferia. Pedro Mairal, al adoptar esta perspectiva sobre Buenos Aires nos brinda una de las novelas más fascinantes de la Argentina de hoy[21].
Albert von Brunn (Zurich)
(Publicado en la revista Librería García Cambeiro, Argentina y Brasil, mayo 2007)
“La altura del piso veinticinco permitía esa mirada geográfica. Era la vista de los hombres poderosos”. Así describe Maria su lugar de trabajo, la protagonista en la novela de Pedro Mairal[1]: “Como si fuera un lugar en otro país, lejos del barro nacional, como visto desde un avión. Era la altura de la economía global, de las grandes financieras del aire, donde se establecían a la perfección los contactos telefónicos con las antípodas”. Es el último día de trabajo de María. El apocalipsis bajo la forma de una intemperie avanza sobre la capital argentina, refugiados invaden el centro de la ciudad y el pánico sobrecoge a los habitantes que se encierran en sus casas. A lo largo del año en que transcurre la narración, María pasa por varios girones del infierno: secretaria de una Empresa Multinacional, ella se transforma primero en enfermera, después en ama de llaves, luego en prostituta y acaba como esclava de una tribu de indígenas. De la capital sobra apenas la Torre Garay.
El episodio de la Torre de Babel (Génesis 11,1-9) equivale a una especie de catástrofe social. La torre simboliza la arrogancia y confusión de sus constructores y su derrumbe, la imposibilidad de la comunicación entre los hombres. Al mismo tiempo, Babel pone en tela de juicio al gigantismo de las metrópolis modernas. Mientras todas las reformas sociales fracasan, Babel levanta y destruye sus torres ante nuestros ojos, ya no de ladrillo y barro, sino de cristal y acero y ostenta en su emblema el puño cerrado de la destrucción[2].
Esteban Echeverría y el matadero de la historia
“De golpe entre la niebla apareció un edificio como una escenografía art-déco, gigante, demasiado grande. Lo vimos cuando ya lo teníamos encima, era siniestro, levantado en medio de la nada (...). En la fachada tenía unas letras mayúsculas y cuadradas que decían Matadero y torres en punta que se perdían en la niebla. ¿Qué hacía eso ahí? Estaba construído en cemento, en escala monstruosa y autoritaria, como un templo para celebrar las matanzas de un poder oscuro”[3]
Secuestrada por un indio gigantesco con un tatuaje de la Virgen de Luján, María viaja a lomo de caballo. Antes de alcanzar el campamento indígena, divisa en la bruma un enorme matadero, último recuerdo de la civilización y de la historia argentinas del siglo XIX, un período de guerras civiles y dictaduras feroces. En la novela de Pedro Mairal abundan las referencias al Matadero de Esteban Echeverría (1805-1851)[4], una especie de autor cult para la última generación de escritores argentinos. En esta novela se sacrifican primero novillos y después a un ser humano, un enemigo político del régimen. Mientras que el dios del Antiguo Testamento se conformaba con la sangre de reses, corderos y cabritos, los nuevos dioses exigen carne humana. Tres elementos dominan la narración : los espectadores, la víctima propiciatoria y el ídolo de la muerte que exige venganza[5].
Desde el descubrimiento, Europa consideraba al Nuevo Mundo como un espacio diferente, de signo positivo o negativo, donde las utopías de la inocencia convivían con las antiutopías del salvajismo. En el momento en que America empieza a liberarse de la tutela europea, este dualismo vuelve a la superficie en la famosa fórmula de Domingo F. Sarmiento: civilización y barbarie. Mientras Sarmiento y Echevarría soñaban con una ciudad parecida a París, con una metrópoli en el Río de la Plata, la realidad era completamente distinta: Buenos Aires bajo la dictadura parecía un lugar de perversión y violencia. Así, la imagen literaria de la capital argentina se basa en una ambivalencia fundamental: por un lado, la realidad rechazada y por otro la imagen luminosa del futuro, un espejismo propio de la generación de intelectuales románticos que regresaban de Europa llenos de ideas y querían trasformarlo todo[6]. A lo largo del siglo XX, Buenos Aires dejaba de ser una utopía para volverse mito en las obras de Jorge Luis Borges, Julio Cortázar o Manuel Mujica Láinez. La última generación de escritores, la de Pedro Mairal, vivió una ruptura radical. Sus vidas están marcadas por la masacre de los generales después del golpe militar de 1976, un evento traumático que los condenaba a una infancia solitaria: “Mi generación”, confiesa el autor en una entrevista, ”no tuvo que matar a sus padres literarios porque ya los habían matado o silenciado los militares. Mucha gente nacida alrededor de los ’70 no tuvo padres literarios sino abuelos (…). Y uno con los abuelos no tiene conflictos”[7]
Coma catódico: el colapso de la modernidad
“Ramón estaba muy concentrado al pie de la cama; le apuntaba el control remoto a papá y apretaba los botones. Papá hacía muecas mínimas, con breves intervalos, sin abrir los ojos. (...) Cada vez que apretaba la flechita para cambiar de canal (...) papá hacía un tic con la cara y movía apenas la cabeza (…). Los médicos llamaron a eso “coma catódico”. Descubrieron que todos los casos eran televidentes compulsivos, personas que habían pasado gran parte de su vida frente al televisor y, al interrrumpirse la programación, fueron entrando lentamente en un coma que parecía de intensa actividad cerebral, como si soñaran su propia televisión”[8]
Mientras la intemperie avanza sobre la ciudad, la clase media se encierra en sus casas y pequeños fortines para resistir a la oleada de refugiados. Túneles y puentes improvisados comunican a las casas aisladas. El aeropuerto deja de funcionar, todo se confisca – hasta los libros – para levantar barricadas. El único personaje que asiste impávido a estos cambios dramáticos es el padre de María: la falta de corriente eléctrica reduce las horas de televisión y así papá se pierde en un limbo del que no volverá a despertar. Su único talismán es el control remoto que acabará por matarlo: María apretará el botón rojo y su padre dejará de respirar.
En la mayoría de las novelas de ciencia-ficción, el fin del mundo no equivale a la desaparación del planeta tierra, significa sólo el punto final de un modo de vida. Una estrategia narrativa frecuente consiste en reducir la tecnología disponible: en vez de inventar nuevas máquinas, los personajes tienen que renunciar a todo tipo de enseres familiares. En la mayoría de los casos, el protagonista logra sobrevivir: primero realiza la magnitud del desastre, en seguida va peregrinando por un mundo desolado, en busca de sobrevivientes. Con éstos forma una nueva comunidad, enfrenta los desafíos de la barbarie (enfermedades, salvajes, bandidos). El punto culminante es la victoria de las fuerzas del del bien sobre las fuerzas del mal[9]. En la novela de Pedro Mairal encontramos algunos de estos elementos, como la sobrevivencia de la protagonista o el surgimiento de una nueva comunidad después del desastre. Sin embargo, la narración rompe con los esquemas de ciencia-ficción: no hay victoria del bien sobre el mal; la protagonista pierde el habla y huye de una Argentina destruida.
Nuestra concepción moderna del apocalipsis poco tiene que ver con la religión y más con la historia. Este concepto se utiliza con frecuencia en un contexto de catástrofes nucleares, ambientales o demográficas. No obstante, el apocalipsis no es sinónimo de desastre. Tanto en la tradición hebraica (Daniel, Ezequiel, Zacarías) como en la tradición cristiana (Evangelio de San Marcos XIII, Evangelio de San Mateos XXIV, Apocalipsisis de San Juan), el narrador del fin del mundo es un individuo en ruptura radical con los poderosos de su tiempo y al mismo tiempo incapaz de cambiar las cosas. Así, el Juan del Apocalipsis bíblico es un exiliado que vive en la isla griega de Patmos. Lleno de horror ante las visiones que lo acosan devora el libro que trata de descifrar (Apocalipsis 10,10)[10]. En este contexto surgen la mayoría de los elementos tradicionales de la iconografía cristiana apocalíptica: los siete sellos, los cuatro jinetes, la ramera de babilonia, el lagar de la ira, las langostas y la boca del infierno[11]. En la novela encontramos dos motivos del apocalipsis tradicional, la cometa y la nube de langostas. En el alcantarillado de su casa María encuentra a un monstruo verde con un solo ojo[12].
En el Apocalipsis de San Juan surgen disturbios y revueltas y, por fin, la tiranía del Anticristo. A la narración de estos desastres se contrapone la esperanza del regreso de Jesucristo y de la fundación de la Celeste Jerusalén. En El año del desierto no hay nada de eso : María espera inutilmente el regreso de su novio, asesinado por los militares. Ella no tiene vocación de heroína, trata apenas de sobrevivir. Por fin, herida y privada de su lengua materna, se embarca en el último buque que la llevará a Europa. Atrás quedan el mar y la pampa vacía.
El Apocalipsis tiene mucho que ver con el descubrimiento de America. Así Cristóbal Colón en sus cartas a los Reyes Católicos cita varios pasajes de la Biblia y especialmente del Apocalipsis para destacar su hazaña, el descubrimiento de un Nuevo Mundo. Los habitantes de América eran identificados con las tribus perdidas de Israel (Apocalipsis 7,4-9) y su conversión se consideraba un primer paso hacia la realización de las profecías bíblicas sobre el reino de dios[13]. Todas estas expectativas faltan en la novela de Pedro Mairal. El mundo camina hacia atrás, de la civilización hacia la barbarie. María lo pierde todo: su trabajo, su casa, la familia, el novio, la libertad y la salud.
Joyce, la selva y el damero
“Suena el timbre de las doce y la biblioteca queda vacía. Termino de guardar los libros, pongo bien las sillas y voy al cuarto de la mapoteca. Despliego los mapas viejos sobre la mesa, miro los lugares, los nombres y las calles”, narra María al final de su odisea. “Recorro con el dedo las estaciones de tren y las calles, trato de acordarme de algunas esquinas, algunas cuadras o plazas de esa grilla enorme, inexistente. Las calles de la ciudad donde ahora vivo son menos ordenadas y geométricas, parecen un enredo, algo que fue creciendo de un modo irregular alrededor de catedrales y castillos, como muchas otras ciudades europeas”[14]
Desde el inicio, Buenos Aires ha sido dominada por una perspectiva externa de cabecera de Europa en el Río de la Plata. Ya el cronista alemán Ulrich Schmidel (1500-1581) consideraba la primera fundación (1536) de la capital argentina como un producto de la fantasía. El esquema de la grilla remonta a la segunda fundación (1580) por Juan de Garay. A Torcuato de Alvear (1822-1890) se debe la intervención más radical en el tejido urbano. Siguiendo el ejemplo del urbanista francés Georges Eugène Haussmann (1809-1891), barrios enteros fueron derribados para dar lugar a grandes avenidas, especialmente a la Avenida de Mayo[15]. En la novela de Pedro Mairal desaparece esta joya del urbanismo burgués: la metrópoli platina con su estilo de vida teatral acaba en un lodazal. María encuentra a un joven marinero irlandés, Frank, que quiere llevársela a Europa. Ella rompe a llorar, pero se revela incapaz de seguir a Frank: “Come on! Jump! Eveline!”[16] le grita el marinero. Este nombre pone en movimento el mecanismo de la memoria familiar y apunta para el recuerdo literario de otra capital, Dublin: “Después mi bisabuela, Eveline Hill, que cerca de 1910 se embarcó sola en Dublin, en el estuario del Liffey, y cruzó el mar, buscando a su novio irlandés que supuestamente la esperaba en Buenos Aires (...) No encontró a su novio en Buenos Aires, pero quiso quedarse. Sobrevivió como pudo y, con algún hombre del que nunca supimos nada, tuvo a su única hija, Rose”[17]
Eveline Hill es un homenaje explícito a James Joyce y a los Dubliners. En el cuento homónimo[18], James Joyce narra como Eveline Hill está a punto de abandonar la casa paterna para embarcarse con su novio Frank a Buenos Aires y empezar otra vida allende el Atlántico. Desde la ventana de su casa se pasa el día cavilando sobre los pros y contras de ese proyecto sin decidirse a viajar, como María Hill, su bisnieta literaria argentina. Dubliners surgió entre 1904 y 1907, cuando James Joyce aún se acordaba perfectamente de su ciudad natal y no precisaba de mapas para verla surgir ante sus ojos. Durante un paseo con el amigo Frank Budgen Joyce afirmó medio en bromas que su obra podría servir para reconstruir la capital irlandesa en caso de desastre fatal[19]. Esta idea aparece como leitmotiv en la novela de Pedro Mairal: María Hill, la bibliotecaria desterrada, cierra la puerta de su despacho, empieza a hablar en castellano y recorre los mapas de un Buenos Aires inexistente para dar vida al mapa y recordar a la patria y a las personas amadas.
La ciudad de los Dubliners había sido una capital colonial al margen de Europa. Mientras que los irlandeses de principios del siglo XX aspiraban a la libertad y a la independencia del imperio británico, sobre la Argentina de hoy pesa la sombra de la dictadura militar: en los años 1976-1983 no sólo se perdieron la libertad y la democracia, sino también la conciencia histórica de toda una generación. No es fácil despertar de semejante pesadilla. Doblada sobre el mapa de su ciudad natal, María Hill busca las huellas de una infancia perdida en un damero muerto.
En el verano de 1985 el escritor italiano Italo Calvino estaba trabajando en una serie de conferencias para la Universidad de Harvard que llamaba Seis propuestas para el próximo milenio. Enumeraba algunas características que sólo la literatura podía dar – levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad. No consiguió formular la última de sus propuestas, fulminado por una hemorragia. Así el crítico argentino Ricardo Piglia[20] propone otra característica – desplazamiento y distancia: abandonar el centro y enfocar el mundo desde la periferia. Pedro Mairal, al adoptar esta perspectiva sobre Buenos Aires nos brinda una de las novelas más fascinantes de la Argentina de hoy[21].
[1] Mairal, Pedro. El año del desierto. Buenos Aires: Interzona, 2005, p. 13.
[2] Cf. Kafka, Franz. “El escudo de la ciudad“ en: El buitre. sel. y prólogo de Jorge Luis Borges. Madrid : Siruela, 1985, pp. 49-51.
[3] Mairal, Pedro. El año del desierto. Buenos Aires: Interzona, 2005, p. 220.
[4] Echeverría, Esteban. El matadero. La cautiva. ed. Leonor Fleming. 9a ed. Madrid: Cátedra, 2004. (Letras hispánicas ; 251)
[5] Ramírez Caro, Jorge. „Ritualización de la muerte en El Matadero de Esteban Echevarría ” en: Imprévue
2(1995), pp.51-66.
[6] Graña, María Cecilia. La utopía, el teatro, el mito: Buenos Aires en la narrativa argentina del siglo XIX. Roma: Bulzoni, 1991, pp. 62-71. (Letterature iberiche e latino-americane; 29)
[7] Berzazza, Juan Pablo. „A la intemperie“ en: Página 12 9/1/2006, Supl. Radar Libros, p. 1. Cf. Drucaroff, Elsa. “Fantasmas en carne viva” en: Boletín de Reseñas Bibliográficas núm. 9-10(2004) [en prensa].
[8] Mairal, Pedro. El año del desierto. Buenos Aires: Interzona, 2005, pp.76-77.
[9] Wolfe, Gary K. „The Remaking of Zero: Beginning at the End“ en: The End of the World. ed. by Eric S. Rabkin, Martin H. Greenberg, Joseph D. Olander. Carbondale: Southern Illinois Press, 1983, pp. 1-19.
[10] Zamora, Lois Parkinson. Writing the Apocalypse: historical vision in contemporary U.S. and Latin American fiction. Cambridge: Cambridge University Press, 1989, p. 1.
[11] Ibidem, p.11.
[12] Mairal, Pedro. El año del desierto. Buenos Aires: Interzona, 2005, pp.70,129,202.
[13] Zamora, Lois Parkinson. Writing the Apocalypse: historical vision in contemporary U.S. and Latin American fiction. Cambridge: Cambridge University Press, 1989, pp.7-8.
[14] Mairal, Pedro. El año del desierto. Buenos Aires: Interzona, 2005, p.7.
[15] Campra, Rosalba. „Buenos Aires infundada“ en: La selva en el damero : espacio literario y espacio urbano en América Latina. Pisa : Giardini, 1989, pp. 103-117. (Collana di testi e studi ispanici. II. Saggi; 7)
[16] Mairal, Pedro. El año del desierto. Buenos Aires: Interzona, 2005, p.165.
[17] Ibidem, p.112.
[18] Joyce, James. „Eveline“ en: Dubliners. ed. by Margot Norris. London: W. W. Norton & Co., 2006, pp. 26-32.
[19] Pierce, David. James Joyce’s Ireland. New Haven : Yale University Press, 1992, pp. 83-84.
[20] Piglia, Ricardo. „Una propuesta para el nuevo milenio“ in: Margens/Márgenes núm. 2(2001), pp. 1-3.
[21] El autor agradece a Elsa Drucaroff una serie de indicaciones extremamente útiles.