El año del desierto

(fragmento del primer capítulo, publicado por Interzona, 2005)

Un rato antes de salir, pasó Lorena, una de las secretarias, anunciando por todo el piso que podíamos irnos "porque parece que hay quilombo". Siempre que había disturbios en el centro nos dejaban salir más temprano. Alejandro debía estar ahí metido. Me puse unos jeans para no llamar la atención por la calle. No me quedaban muy bien, no eran mis Levis buenos, sino unos Tex que me había comprado en el Carrefour cerca de casa porque estaban baratos. Los tenía siempre en el cajón de mi escritorio por cualquier urgencia. Traté de escabullirme sin que me vieran, pero justo apareció Baitos y bajó conmigo en el ascensor. Era un ex rugbier economista, que no trataba de caerme simpático. Tenía una oreja medio machucada, era retacón y peludo. Cuando entrabas a su oficina, tenías que tener cuidado de no recibir un palazo porque estaba distraído, practicando su swing de golf.
-¿Cuántos cumpliste? -me preguntó.
-Veintitrés -le dije y no sé si me oyó, porque le estaba echando una miradita a mis jeans.
-Ojo en el colectivo -dijo-, recién escuché por radio que en Constitución dieron vuelta un colectivo y lo quemaron.
Me sentí tentada de decirle: "Voy en moto", para descolocarlo, pero, al menos esa tarde, no era cierto. Nos quedamos callados hasta planta baja. Cuando se abrieron las puertas, huimos del silencio incómodo y encaramos apurados los molinetes con la tarjeta de identificación; mi molinete giró y pasé, pero el de Baitos falló y le pegó en seco. Por el rabillo del ojo lo vi que se doblaba. Saludé a la gente de seguridad y fui hasta la puerta. Él, por fin, logró pasar y fue hacia la cochera donde guardaba su auto que, según decían, era blindado.
Afuera hacía un calor horrible y lento. El sol todavía picaba en los hombros. Me hubiese gustado que Alejandro me pasara a buscar con la moto como otras veces. Yo me subía y arrancábamos y veía nuestra imagen reflejada en los paneles espejados de la Torre Garay. Mi cara apoyada contra su espalda. Mi pelo volando hacia atrás. Me gustaba ir así. Cerraba los ojos para sentir solamente la aceleración que me sacaba de ese lugar, que me alejaba, una fuerza, un movimiento que se mezclaba con mis ganas de fugarme, de cambiar de aire.
Subí caminando por Sarmiento. La calle estaba alfombrada con volantes. Agarré uno. Decía: "La intemperie que el Gobierno no quiere ver". Tenían fotos de una cuadra antes y después de la intemperie. En el antes, había casas una al lado de la otra y, en el después, se veían sólo los baldíos. Lo tiré por si me agarraban con eso encima. Pasó un tipo en cuero, usando como tambor un tacho de basura de los de plástico. Para el lado de la Plaza se oía el latido enorme de los bombos. Como estaba a tres cuadras, no me preocupé mucho, hasta que vi pasar a la montada. Primero oí el repiqueteo de herraduras contra el asfalto y después vi pasar los caballos alazanes al galope. Los policías ya venían amenazando con el látigo. Vi que los otros corrían y corrí hasta la esquina. Pasaban chicos con la cabeza envuelta en una remera, pasaban tipos de corbata con el saco en la mano, eufóricos. Lo de siempre. En cada marcha contra la intemperie pasaba lo mismo. Me apuré hasta Cerrito. Quería encontrarme con Alejandro y nada más. Unos tipos arrastraban carteles de "hombres trabajando" para hacer una barricada. Otros trataban de romper un vidrio y no podían; los cascotes y los pedazos de baldosas rebotaban, haciendo ondular el reflejo como si fuese agua. Se oían frenazos de autos y después explosiones o tiros. Ahí me empecé a asustar. Pasaron más tipos corriendo, y chicas también. Yo me quedé al lado de unos fotógrafos. Pasó un camión hidrante y nos escondimos en la entrada de un departamento pero nos mojaron igual.
Crucé la 9 de Julio y casi me pisa un auto porque algunos iban a contramano o giraban rápido en "u". Corrí hasta el bar. Afuera estaban los mozos de saco blanco que habían salido a la vereda para mirar. Me conocían de vista, porque nos encontrábamos seguido en ese bar con Alejandro. Uno de ellos agarró un fierro y empezó a decir:
-¡Que vengan, que vengan!
Los otros se rieron. Parecían contentos. Adentro no había nadie. Todavía no eran las siete. Así que me quedé ahí con los mozos, que me miraban de reojo porque yo tenía la musculosa mojada. Vimos pasar a toda velocidad, hacia el lado de la plaza, unos autos con las ventanas abiertas y caños de armas largas que asomaban hacia afuera. Se oían disparos, vidrios, gritos. Me empezaron a picar los ojos y la garganta. Tardé en darme cuenta de que era el gas que ya se estaba esparciendo por todos lados. Les pedí agua a los del bar y me trajeron un vaso, pero no logré sacarme el gusto ácido de la boca y la garganta. Me dijeron que mojara el pañuelo y me tapara para respirar. Eso me mejoró un poco. A media cuadra del bar, un McBurger estaba en llamas. Los mozos bajaron la persiana de metal para evitar problemas. Cuando estaban cerrando la puertita más baja, me invitaron a meterme dentro con ellos; insistieron bastante, diciendo:
-Dale, rubia.
Preferí quedarme afuera. Pasaron dos chicas, una ayudaba a la otra que tenía sangre en la cara. Alejandro no venía y lo odié por haberme hecho meter ahí. Se oyeron más disparos. Me acurruqué detrás de un árbol, frente a un local. Contra las persianas metálicas golpeaban piedras o pedazos de cosas. Yo pensaba: “No tengo nada que ver, no me puede pasar nada, vengo a encontrarme con mi novio”. Hasta que vi pasar una camioneta de la policía con un tipo muerto atrás. Algo me pegó cerca y un vidrio, a mi espalda, se rajó con forma de telaraña. Me vi rota en el reflejo, como hecha pedazos. Me acordé de que no había traído el documento. Entonces escribí en un papelito: "Soy María Valdés Neylan", anoté mi número de documento, la dirección de casa y el teléfono, y me lo guardé en el bolsillo del jean. Tenía miedo de que me mataran y que no supieran quién era.
Hice el gesto de buscar en el bolso mi teléfono celular para llamar a alguien. A veces me olvidaba de que ya no lo tenía, me quedaba el hábito de tenerlo siempre encima. Escuché un ruido, un galope, y pasó a mi lado un caballo de la montada desbocado, sin jinete. Alejandro no venía. No sé cuánto tiempo pasó. Pensé en irme. En buscar un baño. Pero no me podía mover. Me quedé ahí en cuclillas, llorando, y me hice pis. Pensé que a Alejandro le había pasado algo, que lo habían llevado preso o que él había llevado a alguien al hospital. No me podía quedar más ahí. Me fui caminando, con una mezcla de pánico y bronca. Se me debía ver el jean mojado. Quería cambiarme, lavarme la cara, debía tener los ojos hinchados y el maquillaje corrido. Me sentía fea, sucia. Llegué hasta Callao pisando vidrios rotos. Llamé por un teléfono público a lo de Alejandro para ver si estaba ahí, pero no me contestaba nadie. Pasaba gente cargada con fardos de ropa nueva, con estéreos, videos, licuadoras. Los dueños de algunos locales estaban armados detrás de las persianas a rombos. En Lavalle me tomé el 60 del Bajo y a las nueve estaba en casa.