La vida cabe en una tela

Revista Rolling Stone, abril de 2008

Agustín Valle

Al ritmo de un policial manso, y con el río Uruguay omnipresente, el autor de “Una noche con Sabrina Love” desenrolla la historia de un pintor solitario y su kilométrica obra existencial.

Esta nouvelle sería un cuento largo en tanto se lee de una sentada, pero contiene “la vida entera de un hombre”, la historia de una familia y un retrato de flora, fauna y costumbres del Litoral. En realidad, todo eso está dentro de una pintura dentro del libro: Pedro Mairal inventó un pintor y su obra, a los que uno arde en deseos por conocer. De movida está muerto. Se hace conocido por su hijo, quien vuelve al pueblo iniciando una búsqueda con ritmo de policial manso mientras relata la historia del padre y su fruto artístico.

A los 9 años, Juan Salvatierra quedó mudo tras accidentarse cabalgando por un palmeral cerca del río Uruguay. Sin voz, comenzó a dibujar aquello a lo que quería referirse; su expresividad devino pictórica y se enamoró del acto de pintar, aunque se mantuvo hasta el final lejos de la pintura entendida como institución. A los 20, quemó toda su obra y comenzó una práctica cotidiana que resultaría el trabajo más monumental de su género: una tela de casi cuatro kilómetros de largo, con retratos que se suceden en continuidad y representan su mundo con una dinámica integradora ininterrumpida.

La escena de una fiesta, por ejemplo, transcurre entre baile, sexo, peleas y va transformándose en la escena de una batalla; y en otro trecho, llegamos a ver (Mairal nos hace verlas) que las cosas comienzan a torcerse, las personas y los árboles y la lluvia aparecen inclinados hacia delante, como si el tiempo y el espacio se hubieran desquiciado, hasta que, sin mediar brusquedad alguna, lo de arriba está abajo y lo de abajo arriba: el mundo al revés.

A veces el arte es la figuración de una vida regida por la tarea creativa. Juan Salvatierra, por ejemplo, pintó la tela kilométrica –fluida como el río omnipresente y como la lectura del texto- cada uno de sus días, durante sesenta años, hasta morir. Convaleciente, le dijo al hijo que no le importaba el destino de su obra; había “disfrutado haciéndola”. Nunca expuso (“no necesitaba el reconocimiento”) y vivió trabajando en un “aislamiento feliz” (¿como la “orgullosa soledad” desde la que Roberto Arlt pregonaba escribir?). Si no le gustaba cómo le había salido algo, no lo corregía, “en todo caso volvía a pintarlo más adelante” (como César Aira dice que escribe). Sabía concentrarse con tal detalle en un bicho que parecía estar haciendo “los bocetos de Dios antes de la Creación”. Fabricaba los tramos de su tela “con cualquier cosa”. Y ni una vez se retrató a sí mismo, entregado a una lírica contemplativa y total del pedacito de mundo que le tocó en gracia, no contaminado por cálculo ni enrosque alguno que desperdiciara tiempo de convivencia inmediata con la maravilla de lo real o, como dice Fabián Casas, sin confundir lo esencial con lo transitorio. Juan Salvatierra encuentra el sentido de pintar –de vivir- en la práctica misma, y no necesita capitalizar su producción en la vida pública. Así, desestima la trascendencia que la obra puede otorgar a la firma, pero trasciende el sinsentido de la vida a través de la verdad autónoma de la obra.