por Álvaro Bisama
En la casa de Neruda hacen sacrificios humanos, pienso, en medio de los turistas gringos, los souvenirs de lujos (puedes cocinarte una cazuela de gallina con un delantal del vate), las fotos de su funeral, y la casa oligarca que es museo, parque temático y colección privada de fetiches. Una Disneylandia sin animatronics pero repleta de fantasmas. Con mascarones de proa que provocan una sensación de horror.
Conrad embarazando a Marlon Brando y pariendo un bebé terrible: un argumento mitad Coloane, mitad Lovecraft.
Pero no es todo. Neruda, la casa de Neruda, su presencia inevitable dispara recuerdos y fantasías. Estoy asombrado y rabioso. Desearía ser un borg: mis ojos como una cámara mandando todo directamente al cerebro y luego retransmitiéndolo satelitalmente a una inteligencia colectiva.
Estos son los humanos, corran.
Flashback: anoche soñé con Pablo Neruda. Era como Ozzy, un artista gordo y viejo que se aferra como puede a las marcas de importancia que dejó en el siglo pasado.
Soundtrack de fondo: música para el adulto contemporáneo, trip hop satánico, la voz de Tricky carreaspeando entre los beats a todo volumen mientras la cámara –siempre hay cámaras, si estuviera vivo Neruda sería un fetichista de la web, tendría su casa cableada hasta la médula, una mezcla medio cibernética de madera, marfiles, silicona y tecnología basura- salta entre las mariposas muertas, escombros botados por el mar convertidos en mesa, los nombres de los amigos muertos tatuados en los pilares, las postales en todos los idiomas, los cuernos de nerval y las conchas marinas.
¿Por qué estoy aquí? Porque estoy pasando los últimos días de febrero en el litoral central. Me he escapado del trabajo, la familia y la idea horrible de marzo (marzo como una maza terrible acechando y lanzando ponzoña a mi tranquilidad) para estar un par de días en estas tierras, en medio del gentío, el mar, el olor a bronceador, el pescado frito y el sonido tranquilizador de las máquinas de videojuegos. ¿Qué hecho hasta ahora?. Algo sencillo y perturbador: turismo basura. He visto televisión hasta hartarme. He comido productos del mar. He caminado por el Quisco, celular en mano buscando un cajero automático. He ido a San Antonio e Isla Negra. He evitado bajarme en Cartagena. He leído los titulares de los diarios y comprobado que el mundo sigue ahí mientras yo estoy fuera: aún no vuela Medio Oriente. He escuchado walkman, intentando acostumbrarme a la nueva numeración del dial.
El hecho es que estoy paseando por Isla Negra en un tour por los cuartos, intentando no perderme nada y aprovechando al máximo la sensación de ser un espectador común y corriente que busca la silueta del poeta recortada en las esquinas, llenando con su imagen las ausencias de la casa.
Somos cinco personas. Un par de gringos, una pareja de cuarentones y yo. El guía es un ex adolescente que habla como si odiara su trabajo mientras se hace el gracioso. Hace bromas y empuña un acento raro: se sabe de memoria su papel y ejecuta el libreto, mientras paseamos por los cuartos asombrados de tanto cachureo.
Neruda era un gran tipo, pienso la mitad del tiempo.
Neruda era un hijo de puta, reflexiono la otra mitad.
Es demasiado. Demasiadas cosas. Mucha memorabilia. Cero ascetismo. El dormitorio es el ejemplo: una cama que mira al mar, lista para iluminar un polvo con el amanecer. No es real. Es la fantasía perturbada de un niño de doce años que consiguió perpetuar su Lego para siempre y de paso, convenció al mundo de sus excentricidades. Forrest Ackerman estaría feliz: los latinoamericanos también somos expertos en lo bizarro y Neruda, desde cierto punto de vista, por las cosas que tiene acá, era un freak hecho y derecho.
En serio. En estos cuartos está la acumulación completa de rarezas de todo tipo porque en la conservación de estas cosas, en la idea de quitarles su valor de uso, de transplantarlas para siempre en tanto memoria está el fetichismo de quien necesita un mundo imaginario para vivir. Neruda como una versión de Michael Jackson anciana, heterosexual y políticamente correcta.
Sin chimpancés.
Una idea: alguien debería filmar cuentos inspirados en las cosas que Neruda tiene en la casa. Sería nuestra “Dimensión desconocida”. La voz del poeta, sampleada, haría las presentaciones de rigor. Un guión rápido: un chico se embarca a principios del XIX en una goleta, la goleta naufraga y él se salva. Ve al mascarón de proa (una chica dorada de pechos turgentes) hundirse con el barco. Llega a tierra, se hace adulto y marino. Se curte con el mar, el sol, la violencia y las tabernas. Tiene mujeres en varios puertos. Una noche, en Baltimore ve un barco con el mismo mascarón de que ha sido su primer y único naufragio. Se asusta. Le comenta el caso a un par de amigos. Le dicen que está loco. Beben. Luego el se olvida del tema y se resigna. Un par de días después se entera que el barco ha naufragado. Decide no achacar a la coincidencia el desastre. Sigue en lo suyo. Su mujer pierde un hijo. La tragedia se cierne sobre su casa. Los cadáveres que ha visto se le aparecen en sueños y lo persiguen, lo ahogan y lo llevan al fondo del mar. Ahí al fondo, está el mascarón esperándolo. El tipo decide embarcarse de nuevo. Quiere olvidar. No duerme bien. Su mujer se ha vuelto medio loca. Llora como un alma en pena por los rincones de la casa. Consigue un puesto rápidamente en un carguero que está en la rada. Su última noche en tierra la pasa mirando como su esposa se arranca los mechones y dice palabras inentendibles. Decide irse antes. Llega al puerto de madrugada y se sube al barco en medio de una espesa niebla. En el barco se emborracha con ron barato. Se queda dormido en la bodega. Despierta en la mañana. Inusitadamente, no tiene resaca y sale a la plataforma. El día es hermoso: cielo azul, nubes cortadas como algodón. Sus colegas lo saludan. Abraza a un par y camina por la nave. Se detiene en la proa: las velas flamean como ángeles descendiendo del cielo. Sonríe. Mira en el mar a las familias de delfines jugar a la carreras con el barco. Luego se fija en el mascarón. Lo reconoce. Se queda pálido. Sabe lo que va a ocurrir. Siente a la muerte coagulada en la cercanía, respirando detrás suyo. El final es abierto: el tipo encerrado en un camarote colectivo escribiendo una crónica para meterla en una botella y lanzarla al océano mientras empieza una tormenta.
La música, por supuesto, la haría Inti Illimani.
Avanzamos por la casa. Vemos un water tapizado de pornografía del XIX, un ídolo satánico polinésico y las fotos de un montón de escritores muertos. Fotos en blanco y negro de Baudelaire, Whitman y unos cuantos secuaces más. Un montón de rostros congelados en la bruma mirando a los vistantes atrapados por algún hechizo en la casa.
Soundtrack de fondo: algo de Tori Amos, música espectral circulando en la penumbra una vez que las luces se acaban. Música para hacer bailar un vals a los espectros mientras tranquilamente hablan de drogas elegantes, revoluciones y mujeres terribles a la vez que en sus insectarios las mariposas y escarabajos se mueven, aletean, cobran vida.
Camino por ahí, paso del suelo de madera al suelo de piedra. Recorro las habitaciones de la casa. Veo las esculturas, las fotos, las plumas. Observo el barco, la lanchita mínima que Neruda tiene encallada sobre la colina. El guía sigue lanzando chistes hasta que el tour acaba y nos deja en el patio. Vamos a ver la tumba. Nos sacamos un par de fotos en ella.
Termina la tarde. Un par de parejas se abrazan sobre el promontorio donde descansan los huesos del poeta y de Matilde Urrutia. En el mirador un par de guías miran con unos prismáticos a la gente que se baña: vouyerismo pop sobre cuerpos vivos parados arriba de los cadáveres fríos de los dueños de casa. Luego damos vuelta por el patio: vemos un tren, una lanchita, la tierra dura que se ha comido a la duna. Luego voy a la cafetería y me tomo una cerveza. No sucede demasiado: el aire cargado de sal y bronceador congela el tiempo. Todo se detiene, es una película cuya escena final es idéntica al principio. Una cinta de Möbius que se repite infinitinamente pero eso no evita que se de vuelta, que se tuerce, que da la cara por momentos a otro universo, una dimensión paralela urdida como una serie de parques temáticos, de arqueología del consumo, de la transformación de nuestros de restos en piezas de museo. Pienso en Kurt Vonnegut y sus extraterrestres, seres que experimentan el tiempo de una manera distinta: todo a la vez. Ellos ven a los humanos como una larga serie de cuncunas, o serpientes desarrollándose en su espacio, juntándose entre sí. Muriendo y renaciendo siempre.
A lo Pablo Neruda.
En eso pienso a minutos de abandonar la casa de Neruda y su colección de objetos maravillosos que, creo, que traen debajo algo de horror. Somos nuestros objetos, me digo y Neruda se me aparece como un cazador de almas que intenta ver la vida empaquetada en todo lo que lo rodea. Neruda como un fantasma que en vida llenó su casa con otros fantasmas, que los ató y amarró ahí para que le hicieran compañía, para que le susurraran historias a su cadáver frío. Neruda como alguien que desaparece entre sus posesiones y se funde con su casa:
Aquí estoy.
No me dejen solo, dice
Termino la cerveza y me voy. Vuelvo al Quisco. Camino en medio de locales llenos, punks, turistas de todo tipo y puestos de artesanía. Oscurece. Una estatua mutilada de Condorito contempla el mar. El parque de atracciones está lleno. Se escuchan los gritos de los chicos mezclados con el rugir de las máquinas. Todo (la vida, el aire marino coagulado de veraneantes, las miradas tristes de quienes se deben quedar en estos pueblos costeros todo el año, el reflejo de la nada en los collares falsos de las adolescentes, los cruces de miradas entre los pendejos que esperan que venga lo mejor de la noche, la música remixada de los éxitos de la temporada, la melancolía horrible que está debajo de todo) se parece a “Generación perdida”, aquella película de horror teenager de los años ochenta.
Todos somos vampiros.
En la casa de Neruda hacen sacrificios humanos.
Soundtrack y despedida: algo de los Smiths, la voz de Morrisey que se abre paso en medio del aire frío del crepúsculo y avanzan sobre las piezas de Isla Negra a medida que la luz se apaga.
Conrad embarazando a Marlon Brando y pariendo un bebé terrible: un argumento mitad Coloane, mitad Lovecraft.
Pero no es todo. Neruda, la casa de Neruda, su presencia inevitable dispara recuerdos y fantasías. Estoy asombrado y rabioso. Desearía ser un borg: mis ojos como una cámara mandando todo directamente al cerebro y luego retransmitiéndolo satelitalmente a una inteligencia colectiva.
Estos son los humanos, corran.
Flashback: anoche soñé con Pablo Neruda. Era como Ozzy, un artista gordo y viejo que se aferra como puede a las marcas de importancia que dejó en el siglo pasado.
Soundtrack de fondo: música para el adulto contemporáneo, trip hop satánico, la voz de Tricky carreaspeando entre los beats a todo volumen mientras la cámara –siempre hay cámaras, si estuviera vivo Neruda sería un fetichista de la web, tendría su casa cableada hasta la médula, una mezcla medio cibernética de madera, marfiles, silicona y tecnología basura- salta entre las mariposas muertas, escombros botados por el mar convertidos en mesa, los nombres de los amigos muertos tatuados en los pilares, las postales en todos los idiomas, los cuernos de nerval y las conchas marinas.
¿Por qué estoy aquí? Porque estoy pasando los últimos días de febrero en el litoral central. Me he escapado del trabajo, la familia y la idea horrible de marzo (marzo como una maza terrible acechando y lanzando ponzoña a mi tranquilidad) para estar un par de días en estas tierras, en medio del gentío, el mar, el olor a bronceador, el pescado frito y el sonido tranquilizador de las máquinas de videojuegos. ¿Qué hecho hasta ahora?. Algo sencillo y perturbador: turismo basura. He visto televisión hasta hartarme. He comido productos del mar. He caminado por el Quisco, celular en mano buscando un cajero automático. He ido a San Antonio e Isla Negra. He evitado bajarme en Cartagena. He leído los titulares de los diarios y comprobado que el mundo sigue ahí mientras yo estoy fuera: aún no vuela Medio Oriente. He escuchado walkman, intentando acostumbrarme a la nueva numeración del dial.
El hecho es que estoy paseando por Isla Negra en un tour por los cuartos, intentando no perderme nada y aprovechando al máximo la sensación de ser un espectador común y corriente que busca la silueta del poeta recortada en las esquinas, llenando con su imagen las ausencias de la casa.
Somos cinco personas. Un par de gringos, una pareja de cuarentones y yo. El guía es un ex adolescente que habla como si odiara su trabajo mientras se hace el gracioso. Hace bromas y empuña un acento raro: se sabe de memoria su papel y ejecuta el libreto, mientras paseamos por los cuartos asombrados de tanto cachureo.
Neruda era un gran tipo, pienso la mitad del tiempo.
Neruda era un hijo de puta, reflexiono la otra mitad.
Es demasiado. Demasiadas cosas. Mucha memorabilia. Cero ascetismo. El dormitorio es el ejemplo: una cama que mira al mar, lista para iluminar un polvo con el amanecer. No es real. Es la fantasía perturbada de un niño de doce años que consiguió perpetuar su Lego para siempre y de paso, convenció al mundo de sus excentricidades. Forrest Ackerman estaría feliz: los latinoamericanos también somos expertos en lo bizarro y Neruda, desde cierto punto de vista, por las cosas que tiene acá, era un freak hecho y derecho.
En serio. En estos cuartos está la acumulación completa de rarezas de todo tipo porque en la conservación de estas cosas, en la idea de quitarles su valor de uso, de transplantarlas para siempre en tanto memoria está el fetichismo de quien necesita un mundo imaginario para vivir. Neruda como una versión de Michael Jackson anciana, heterosexual y políticamente correcta.
Sin chimpancés.
Una idea: alguien debería filmar cuentos inspirados en las cosas que Neruda tiene en la casa. Sería nuestra “Dimensión desconocida”. La voz del poeta, sampleada, haría las presentaciones de rigor. Un guión rápido: un chico se embarca a principios del XIX en una goleta, la goleta naufraga y él se salva. Ve al mascarón de proa (una chica dorada de pechos turgentes) hundirse con el barco. Llega a tierra, se hace adulto y marino. Se curte con el mar, el sol, la violencia y las tabernas. Tiene mujeres en varios puertos. Una noche, en Baltimore ve un barco con el mismo mascarón de que ha sido su primer y único naufragio. Se asusta. Le comenta el caso a un par de amigos. Le dicen que está loco. Beben. Luego el se olvida del tema y se resigna. Un par de días después se entera que el barco ha naufragado. Decide no achacar a la coincidencia el desastre. Sigue en lo suyo. Su mujer pierde un hijo. La tragedia se cierne sobre su casa. Los cadáveres que ha visto se le aparecen en sueños y lo persiguen, lo ahogan y lo llevan al fondo del mar. Ahí al fondo, está el mascarón esperándolo. El tipo decide embarcarse de nuevo. Quiere olvidar. No duerme bien. Su mujer se ha vuelto medio loca. Llora como un alma en pena por los rincones de la casa. Consigue un puesto rápidamente en un carguero que está en la rada. Su última noche en tierra la pasa mirando como su esposa se arranca los mechones y dice palabras inentendibles. Decide irse antes. Llega al puerto de madrugada y se sube al barco en medio de una espesa niebla. En el barco se emborracha con ron barato. Se queda dormido en la bodega. Despierta en la mañana. Inusitadamente, no tiene resaca y sale a la plataforma. El día es hermoso: cielo azul, nubes cortadas como algodón. Sus colegas lo saludan. Abraza a un par y camina por la nave. Se detiene en la proa: las velas flamean como ángeles descendiendo del cielo. Sonríe. Mira en el mar a las familias de delfines jugar a la carreras con el barco. Luego se fija en el mascarón. Lo reconoce. Se queda pálido. Sabe lo que va a ocurrir. Siente a la muerte coagulada en la cercanía, respirando detrás suyo. El final es abierto: el tipo encerrado en un camarote colectivo escribiendo una crónica para meterla en una botella y lanzarla al océano mientras empieza una tormenta.
La música, por supuesto, la haría Inti Illimani.
Avanzamos por la casa. Vemos un water tapizado de pornografía del XIX, un ídolo satánico polinésico y las fotos de un montón de escritores muertos. Fotos en blanco y negro de Baudelaire, Whitman y unos cuantos secuaces más. Un montón de rostros congelados en la bruma mirando a los vistantes atrapados por algún hechizo en la casa.
Soundtrack de fondo: algo de Tori Amos, música espectral circulando en la penumbra una vez que las luces se acaban. Música para hacer bailar un vals a los espectros mientras tranquilamente hablan de drogas elegantes, revoluciones y mujeres terribles a la vez que en sus insectarios las mariposas y escarabajos se mueven, aletean, cobran vida.
Camino por ahí, paso del suelo de madera al suelo de piedra. Recorro las habitaciones de la casa. Veo las esculturas, las fotos, las plumas. Observo el barco, la lanchita mínima que Neruda tiene encallada sobre la colina. El guía sigue lanzando chistes hasta que el tour acaba y nos deja en el patio. Vamos a ver la tumba. Nos sacamos un par de fotos en ella.
Termina la tarde. Un par de parejas se abrazan sobre el promontorio donde descansan los huesos del poeta y de Matilde Urrutia. En el mirador un par de guías miran con unos prismáticos a la gente que se baña: vouyerismo pop sobre cuerpos vivos parados arriba de los cadáveres fríos de los dueños de casa. Luego damos vuelta por el patio: vemos un tren, una lanchita, la tierra dura que se ha comido a la duna. Luego voy a la cafetería y me tomo una cerveza. No sucede demasiado: el aire cargado de sal y bronceador congela el tiempo. Todo se detiene, es una película cuya escena final es idéntica al principio. Una cinta de Möbius que se repite infinitinamente pero eso no evita que se de vuelta, que se tuerce, que da la cara por momentos a otro universo, una dimensión paralela urdida como una serie de parques temáticos, de arqueología del consumo, de la transformación de nuestros de restos en piezas de museo. Pienso en Kurt Vonnegut y sus extraterrestres, seres que experimentan el tiempo de una manera distinta: todo a la vez. Ellos ven a los humanos como una larga serie de cuncunas, o serpientes desarrollándose en su espacio, juntándose entre sí. Muriendo y renaciendo siempre.
A lo Pablo Neruda.
En eso pienso a minutos de abandonar la casa de Neruda y su colección de objetos maravillosos que, creo, que traen debajo algo de horror. Somos nuestros objetos, me digo y Neruda se me aparece como un cazador de almas que intenta ver la vida empaquetada en todo lo que lo rodea. Neruda como un fantasma que en vida llenó su casa con otros fantasmas, que los ató y amarró ahí para que le hicieran compañía, para que le susurraran historias a su cadáver frío. Neruda como alguien que desaparece entre sus posesiones y se funde con su casa:
Aquí estoy.
No me dejen solo, dice
Termino la cerveza y me voy. Vuelvo al Quisco. Camino en medio de locales llenos, punks, turistas de todo tipo y puestos de artesanía. Oscurece. Una estatua mutilada de Condorito contempla el mar. El parque de atracciones está lleno. Se escuchan los gritos de los chicos mezclados con el rugir de las máquinas. Todo (la vida, el aire marino coagulado de veraneantes, las miradas tristes de quienes se deben quedar en estos pueblos costeros todo el año, el reflejo de la nada en los collares falsos de las adolescentes, los cruces de miradas entre los pendejos que esperan que venga lo mejor de la noche, la música remixada de los éxitos de la temporada, la melancolía horrible que está debajo de todo) se parece a “Generación perdida”, aquella película de horror teenager de los años ochenta.
Todos somos vampiros.
En la casa de Neruda hacen sacrificios humanos.
Soundtrack y despedida: algo de los Smiths, la voz de Morrisey que se abre paso en medio del aire frío del crepúsculo y avanzan sobre las piezas de Isla Negra a medida que la luz se apaga.
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Olvidar a Neruda
por Álvaro Bisama
En “Carnet de baile”, de Bolaño, el fallecido escritor rememora la historia –íntima y confusa- de su ejemplar de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. El mejor momento es alucinante: el narrador –que es o puede ser Bolaño- mira como Hitler se le aparece por los pasillos de su casa. Dura unos días. Hitler luego se esfuma. El narrador espera –obvio- a Stalin, pero el que viene es Neruda. No es una mala idea de Bolaño, un gesto que se une a cierta cultura pop: Neruda pudo ser citado –al igual que los insignes Stalin, Hitler, JFK o Mussolinni- en esa vieja canción de los Living Colour, “Cult of personality”, pero no lo fue. En cambio, apareció en una canción de Arjona, lo que significa, si se quiere ver así, el camino que lleva andado su imagen: Neruda es una cita cliché sobre la que Arjona hace canciones. Dicho tema es demasiado horrible para ser recordado y demasiado espantoso para olvidarlo. Neruda sale ahí. Y sale junto a Picasso.
Too much. Pero el tema no es Bolaño, una canción de Living Colour o cómo Arjona exhibe cultura citando a Picasso. El tema es Neruda. Neruda que cumple cien años. El siglo pasado fue suyo y este, al parecer, también. Hablar bien de Neruda es una política de estado y hablar mal de él, un deporte nacional. Eso es todo, mientras Huidobro persiste tan solo en una cita académica, la Mistral engrosa la lista de las lesbianas que nunca salieron de closet, y De Rokha resucita como héroe punk; Neruda se consolida como marca multinacional. Un negocio literario y, por supuesto, político. Está de moda Neruda: libros, camisetas, delantales, cameos en la teleserie Hippie, libros infantiles –a Poli Délano le faltó incluir láminitas para colorear-, obras de teatro, clubes de fans que se transforman en hagiógrafos, detractores oficiales o secretos y esa sensación horrible que sólo las bandas pop pueden lograr. Neruda copa el aire, se lo come y sobre todo satura.
Es un espectáculo hermoso por lo kistch pero obceno por sus implicaciones. Neruda es una estrella pop, una especie de Michael Jackson de la poesía. La comparación de extraña pero correcta: mismo afán coleccionista (el esqueleto del hombre elefante versus cuernos de nerval), mismas casas con nombres y parques de diversiones (una montaña rusa en Neverland y un barquito encallado en Isla Negra), mismos problemas de identidad (Neftalí Reyes se cambia el nombre, Jackson es un negro que quiere ser blanco), idéntica batería de fans mundiales, misma idea de una primera obra apoyada por un productor famoso (Alone sacó de su bolsillo plata para lanzar “Crepusculario”, “Off the wall” contó con el legendario Quincy Jones), mismo segunda obra como hit global (“Veinte poemas...” y “Thriller”) y una zinzagueante carrera hacia la consagración masiva, los estadios llenos y las elecciones vitales esotéricas (Jackson pasó de ser testigo de Jehová a la cientología y luego al musulmanismo, y Neruda fue alternativamente senador, héroe proscrito y Nobel).
Por supuesto que lo anterior es una broma, pero cuadra. Funciona en lo básico. No recordamos a Neruda como poeta, lo recordamos como popstar: hacia allá camina el negocio del centenario, los libros que rememoran sus aciertos y sus caídas, las ficciones desviadas que lo hacen aparecer como un Cirano que se autocita, el protagonista de una historia de fantasmas, un héroe épico o simplemente el tío benigno de un pendejo majadero. Todos sacan cuentas con él: Skármeta, Oses, Délano, Varas. A veces son cuentas alegres, otras negocios despiadados. Pero da lo mismo. Neruda está dejando –si es que alguna vez lo fue- de ser Neruda. Es simplemente un ícono con el que decorar la conversación, el autor de best sellers donde no muere nadie, un Stephen King sin los Ramones pero con Inti Illimani de fondo.
Todo lo anterior termina aburriendo. Es imposible leer con seriedad cuando los mercaderes y los biógrafos oportunistas te están gritando al lado. Hay que olvidar a Neruda para volver a tomar en serio a Neruda. Hay que olvidar el centenario, celebrar sus textos para callado. Hay que -como decían los situacionistas, con Guy Debord a la cabeza- intervenirlo, volverlo apócrifo, desfenestrar sus versos para componerlo de nuevo. Neruda está muerto como una mascota enterrada en nuestro jardín de íconos preferidos, una animita llena de neones o avisos camineros, de por aquí se llega a Neruda, doble a la izquierda y no olvide su souvenir. Neruda es el New Kid on The Block que finalmente tuvo éxito con sus discos solistas. El Robbie Williams –nunca Keith Richards o el Keith Moon- de nuestra literatura, un color, un cameo, un sonido de fondo de algo que cae y se se hunde en el mar.
Por lo tanto, nunca se hará una buena película con Neruda. Demasiadas suceptibilidades por herir, demasiada gente a la que tener contenta. Con Huidobro sí (es un villano demasiado poderoso, un antihéroe tipo Doctor No como para desecharlo) igual que con la Mistral (que pide a Jane Campion a gritos) y con De Rokha ( algo como la secuencia final de “Amores perros” o Alex Cox), pero no con Neruda. Sabatini podría hacer una teleserie pero nada más, porque ya lo sabemos todo de él –le gustaban los mascarones, guardaba conchitas marinas, practicaba rigurosamente el adulterio y se inventaba casas como parques de atracciones- pero en el fondo no sabemos nada. El negocio del este centenario lo subraya: Neruda comparece ante nosotros como un personaje de farándula y un escritor obseso con su propia memoria. Tal vez haya algo de poesía en eso, poesía de masas y multitudes, pero no demasiado. Los buenos poemas, como los buenas canciones de amor, se pierden en los estadios y con las velas encendidas. Dejan de ser secretas. Por el contrario, la mejor poesía sobrevive en susurros y parafraseos ajenos lanzados en ciertas madrugadas luminosas y sobre los hombros descubiertos de la chica que amas. Neruda ya perdió ese encanto. Es un disco superventas pero nada más, es como el axé o los bailes de Mekano, un negocio hecho de manera efectiva para cortar la mejor tajada posible y obtener diversión inmediata mientras, por lo descarado del marketing, pierde en el aire todo arte.
por Álvaro Bisama
En “Carnet de baile”, de Bolaño, el fallecido escritor rememora la historia –íntima y confusa- de su ejemplar de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. El mejor momento es alucinante: el narrador –que es o puede ser Bolaño- mira como Hitler se le aparece por los pasillos de su casa. Dura unos días. Hitler luego se esfuma. El narrador espera –obvio- a Stalin, pero el que viene es Neruda. No es una mala idea de Bolaño, un gesto que se une a cierta cultura pop: Neruda pudo ser citado –al igual que los insignes Stalin, Hitler, JFK o Mussolinni- en esa vieja canción de los Living Colour, “Cult of personality”, pero no lo fue. En cambio, apareció en una canción de Arjona, lo que significa, si se quiere ver así, el camino que lleva andado su imagen: Neruda es una cita cliché sobre la que Arjona hace canciones. Dicho tema es demasiado horrible para ser recordado y demasiado espantoso para olvidarlo. Neruda sale ahí. Y sale junto a Picasso.
Too much. Pero el tema no es Bolaño, una canción de Living Colour o cómo Arjona exhibe cultura citando a Picasso. El tema es Neruda. Neruda que cumple cien años. El siglo pasado fue suyo y este, al parecer, también. Hablar bien de Neruda es una política de estado y hablar mal de él, un deporte nacional. Eso es todo, mientras Huidobro persiste tan solo en una cita académica, la Mistral engrosa la lista de las lesbianas que nunca salieron de closet, y De Rokha resucita como héroe punk; Neruda se consolida como marca multinacional. Un negocio literario y, por supuesto, político. Está de moda Neruda: libros, camisetas, delantales, cameos en la teleserie Hippie, libros infantiles –a Poli Délano le faltó incluir láminitas para colorear-, obras de teatro, clubes de fans que se transforman en hagiógrafos, detractores oficiales o secretos y esa sensación horrible que sólo las bandas pop pueden lograr. Neruda copa el aire, se lo come y sobre todo satura.
Es un espectáculo hermoso por lo kistch pero obceno por sus implicaciones. Neruda es una estrella pop, una especie de Michael Jackson de la poesía. La comparación de extraña pero correcta: mismo afán coleccionista (el esqueleto del hombre elefante versus cuernos de nerval), mismas casas con nombres y parques de diversiones (una montaña rusa en Neverland y un barquito encallado en Isla Negra), mismos problemas de identidad (Neftalí Reyes se cambia el nombre, Jackson es un negro que quiere ser blanco), idéntica batería de fans mundiales, misma idea de una primera obra apoyada por un productor famoso (Alone sacó de su bolsillo plata para lanzar “Crepusculario”, “Off the wall” contó con el legendario Quincy Jones), mismo segunda obra como hit global (“Veinte poemas...” y “Thriller”) y una zinzagueante carrera hacia la consagración masiva, los estadios llenos y las elecciones vitales esotéricas (Jackson pasó de ser testigo de Jehová a la cientología y luego al musulmanismo, y Neruda fue alternativamente senador, héroe proscrito y Nobel).
Por supuesto que lo anterior es una broma, pero cuadra. Funciona en lo básico. No recordamos a Neruda como poeta, lo recordamos como popstar: hacia allá camina el negocio del centenario, los libros que rememoran sus aciertos y sus caídas, las ficciones desviadas que lo hacen aparecer como un Cirano que se autocita, el protagonista de una historia de fantasmas, un héroe épico o simplemente el tío benigno de un pendejo majadero. Todos sacan cuentas con él: Skármeta, Oses, Délano, Varas. A veces son cuentas alegres, otras negocios despiadados. Pero da lo mismo. Neruda está dejando –si es que alguna vez lo fue- de ser Neruda. Es simplemente un ícono con el que decorar la conversación, el autor de best sellers donde no muere nadie, un Stephen King sin los Ramones pero con Inti Illimani de fondo.
Todo lo anterior termina aburriendo. Es imposible leer con seriedad cuando los mercaderes y los biógrafos oportunistas te están gritando al lado. Hay que olvidar a Neruda para volver a tomar en serio a Neruda. Hay que olvidar el centenario, celebrar sus textos para callado. Hay que -como decían los situacionistas, con Guy Debord a la cabeza- intervenirlo, volverlo apócrifo, desfenestrar sus versos para componerlo de nuevo. Neruda está muerto como una mascota enterrada en nuestro jardín de íconos preferidos, una animita llena de neones o avisos camineros, de por aquí se llega a Neruda, doble a la izquierda y no olvide su souvenir. Neruda es el New Kid on The Block que finalmente tuvo éxito con sus discos solistas. El Robbie Williams –nunca Keith Richards o el Keith Moon- de nuestra literatura, un color, un cameo, un sonido de fondo de algo que cae y se se hunde en el mar.
Por lo tanto, nunca se hará una buena película con Neruda. Demasiadas suceptibilidades por herir, demasiada gente a la que tener contenta. Con Huidobro sí (es un villano demasiado poderoso, un antihéroe tipo Doctor No como para desecharlo) igual que con la Mistral (que pide a Jane Campion a gritos) y con De Rokha ( algo como la secuencia final de “Amores perros” o Alex Cox), pero no con Neruda. Sabatini podría hacer una teleserie pero nada más, porque ya lo sabemos todo de él –le gustaban los mascarones, guardaba conchitas marinas, practicaba rigurosamente el adulterio y se inventaba casas como parques de atracciones- pero en el fondo no sabemos nada. El negocio del este centenario lo subraya: Neruda comparece ante nosotros como un personaje de farándula y un escritor obseso con su propia memoria. Tal vez haya algo de poesía en eso, poesía de masas y multitudes, pero no demasiado. Los buenos poemas, como los buenas canciones de amor, se pierden en los estadios y con las velas encendidas. Dejan de ser secretas. Por el contrario, la mejor poesía sobrevive en susurros y parafraseos ajenos lanzados en ciertas madrugadas luminosas y sobre los hombros descubiertos de la chica que amas. Neruda ya perdió ese encanto. Es un disco superventas pero nada más, es como el axé o los bailes de Mekano, un negocio hecho de manera efectiva para cortar la mejor tajada posible y obtener diversión inmediata mientras, por lo descarado del marketing, pierde en el aire todo arte.