La suplencia

por Pedro Mairal



I

A las nueve menos cinco entré en el edificio de la calle Esmeralda. Detrás de un mostrador, un encargado de seguridad me chistó y me preguntó adónde iba.
-A Rossi & Peterson -dije.
-Un segundito -buscó una planilla. Yo notaba que mucha gente entraba sin que los frenaran, quizá porque los conocían, o porque tenían una actitud distinta de la mía; entraban rápido, ensimismados, como quien no tiene ganas de pasar por ahí pero debe hacerlo por lo menos dos veces al día. El guardia me tomó los datos y me dio un carnet con un broche para colgarme de la solapa, que decía “visita”.
-No, no. Vengo a trabajar acá. Hoy empiezo una suplencia en Rossi & Peterson -le dije, devolviéndole el carnet.
Me miró un momento y, con una sonrisa que no me gustó, dijo:
-Muy bien. Adelante.
Subí en ascensor con otra gente, todos callados, respirando la mezcla de colonias y perfumes recién puestos. En el noveno, bajé y me topé con la recepcionista.
-¿A quién busca?
-A nadie. Soy Diego Galer. Vengo a hacer una suplencia de la correctora Eugenia Fiol...
-¡Ah! Sí, se fue de vacaciones.
-Sí.
-Pasá -me dijo.
Caminé por los pasillos todavía vacíos. Era temprano. Busqué el escritorio que me había indicado Eugenia hacía una semana, cuando habíamos tenido la entrevista con su jefa. Había que subir una escalera, rodear una zona de oficinas de vidrio y entrar en una división donde había seis escritorios; el de Eugenia era uno de los dos del fondo. No había llegado nadie. Colgué mi impermeable del perchero y me senté. Todo estaba en silencio, como en la bibliotecas donde yo estaba acostumbrado a estudiar en esa época. Miré los diccionarios de Eugenia, los lápices y biromes, y me quedé esperando. Era el primer día de trabajo pago de toda mi vida.
Por fin, me animé a prender la computadora. Pasaron por el pasillo dos chicas que me miraron extrañadas, me dijeron “buen día” y en seguida, detrás de los paneles separadores, se oyeron unas risitas.
Siguió llegando gente. Primero llegó Antonio, un hombre de unos cincuenta y cinco años, de bigote, un poco encorvado y friolento, a quien Eugenia me había presentado el día de la entrevista.
-Ah, ¿cómo estás? Buen día. -dijo, recordando la suplencia.
-Buen día.
-¿Pablo te llamabas?
-Diego -dije yo.
-Diego -repitió él y prendió su computadora. Hablamos del clima, del frío que empezaba a hacer en Buenos Aires, de cómo estaría Eugenia tomando sol en Brasil. Después llegó Gustavo, que tendría un poco menos de treinta años, petiso, ancho, con una barba rojiza de gladiador romano. Me saludó y se abrazó con Antonio. Empezaron a hablar de San Lorenzo, que le había ganado a River el día anterior. Comentaron el partido, se entusiasmaron y decidieron irse juntos a cargarlo a un tal “Fueguito”, que al parecer era de River. Yo me volví a quedar solo. Se oía claramente la conversación de las chicas de al lado, como si los paneles separadores fueran las rejillas de un confesionario: “Che, me voy a tener que cortar las uñas cortas, ayer me ataqué y me corté ésta, la tenía rota acá y acá ¿ves?” o “Lo que pasa es que me deshinché porque largué un poco las galletitas. Estoy un poco hinchada todavía, pero menos.”
Se suponía que mi trabajo consistía en corregir todos los textos que se redactaban en esa agencia de publicidad y asegurarme, según las palabras de la jefa de Eugenia, de que salieran impecables. Pero hasta ahora no me habían traído ni una página. Miré los programas de la computadora, como para simular que estaba haciendo algo. Entonces, entró un tipo alto y flaco, con un casco de moto puesto, gritó: “Buenas” muy fuerte, pero no para que lo oyera yo sino para que todo el piso supiera que él había llegado. Se sentó en el escritorio que estaba a mi derecha, contra la pared, dijo “Ignition” y prendió su computadora, que empezó a emitir un zumbido eléctrico que sonaba cada vez más fuerte, como una turbina. Se dejó el casco puesto. Yo casi no me animaba a mirarlo. Cuando el sonido creció, me di cuenta de que tenía dos bafles conectados a su equipo, uno de los cuales estaba casi al lado de mi silla. Era una computadora más grande que la mía, con más aparatos y más cables. De repente empezó a sonar un motor y ruido de gomas quemando caucho. Mi vecino de escritorio estaba reclinado en la silla, con las manos extendidas hacia el teclado como si sostuviera el volante de un auto Fórmula 1. Era un juego en el que manejaba un auto asesino por una ciudad futurística y sumaba puntos a medida que iba atropellando gente. “¡Muevansé, hijos de puta!”, decía mientras manejaba las teclas, y a mi lado vibraban con gran fidelidad los efectos de sonido: los golpes de los peatones contra la carrocería, los gritos de espanto de los atropellados, los cuerpos pisados por las ruedas, los rebajes del motor, los frenazos, los choques.
Después apareció una de las chicas de pelo corto y, sonriendo, le dijo:
-¿Serrano, podés bajar un poco eso?
Serrano no contestó. Siguió jugando un rato. Después se sacó el casco y apagó ese ruido pero puso música al mismo volumen. Se sacó la campera de cuero y, antes de colgarla del perchero, dijo: “Mi perchero” y tiró mi impermeable al suelo. Yo lo miré: tenía pelo castaño oscuro, un poco largo y enmarañado como un personaje de dibujo animado japonés. Levanté mi impermeable y lo puse en el respaldo de mi silla.
-Ése es mi perchero, Eugenia -me dijo sin mirarme.
-Me llamo Diego, la estoy suplantando a Eugenia.
-Entonces te llamás Eugenia -dijo mirando su monitor.
Volvieron Antonio y Gustavo, y ahora se sumó Serrano a la conversación sobre el triunfo de San Lorenzo. Serrano era de Racing, que había perdido contra Independiente. Lo cargaron y después empezaron cada uno a insultar por turno al equipo del otro. Gustavo se sentó en el escritorio enfrente de mí y prendió su computadora. Yo podía ver claramente su monitor. Como fondo de pantalla, tenía la imagen de la ecografía del embarazo de su mujer. Las chicas de al lado habían prendido la radio y ahora sonaba a la vez un locutor, la música de los parlantes de Serrano y la discusión futbolística con frases como “pero escuchame, con la inestabilidad defensiva que tienen ustedes no le pueden ganar a nadie” o “no le des más vueltas, es un equipo que toca, arma y define”.
Vi que Gustavo entraba en Internet y empezaba a bajar fotos eróticas. Se dio vuelta y me dijo:
-Cuando está Eugenia ahí sentada, no puedo hacer esto.
No me acuerdo qué le contesté pero me alegré de que mi presencia le fuera de alguna manera beneficiosa.
Hasta entonces yo sólo había oído hablar de Internet, y esa mañana vi por primera vez cómo se iban abriendo, desde arriba hacia abajo, lentamente, las fotos de mujeres desnudas, en una especie de striptease electrónico.
A las once todavía no me habían dado nada para corregir. De vez en cuando Gustavo los llamaba a Serrano y a Antonio para mostrarles alguna foto sorprendente y los otros se arrimaban a su monitor y cada uno decía lo que le haría a esa mujer, con bastantes detalles.
En un momento apareció la jefa, me saludó de un modo muy profesional y se puso a mirar el monitor de Gustavo que repentinamente había cambiado hacia una publicidad gráfica de un auto en una ruta, que decía algo así como “Subite a tu nueva vida”. Se suponía que Gustavo le estaba retocando el color del cielo que era demasiado claro y no contrastaba lo suficiente con las letras. La jefa y Gustavo discutieron algunos aspectos de la foto y después ella se fue y en el monitor volvieron a aparecer las fotos porno.
Serrano les dijo a las chicas de al lado que bajaran la radio, pero ellas no querían; entonces empezó una guerra de dos músicas distintas, enmarañadas en el aire, que sólo terminó cuando Serrano agarró un aerosol y, poniendo un pie en mi escritorio y otro en el de Gustavo, con un encendedor empezó a tirar llamaradas de gas encendido por encima de los paneles separadores. Las chicas gritaron, simulando que se asustaban, y todos se rieron, pero a la quinta llamarada ya nadie parecía muy sorprendido, por lo que entendí que no era la primera vez que Serrano hacía ese chiste. Antonio, la única persona mayor a quien yo pensaba que le correspondía poner un poco de orden, leía el diario y, sin levantar la mirada, decía: “Che, paren un poco.”
A las doce apareció un tipo canoso con una lámina en la mano.
-Fueguito -dijeron todos -Qué paliza les dimos, querido.
Fueguito no hizo caso, me saludó, preguntó por Eugenia y le dije que la estaba suplantando. Me mostró la lámina: era una gráfica que yo debía revisar. Si bien tenía apenas un eslogan de cereales, yo lo leí y lo miré con cuidado y con miedo, letra por letra; creo que incluso dudé si “nutrición” iba con ese o con ce y lo busqué en el diccionario.
-Vamos, apurando -me dijo Fueguito, que se quería ir, cansado de los chistes. Dio vuelta la lámina para que yo pusiera un tilde en un casillero que decía “corrección”.
Yo puse el tilde, temiendo haberme pasado por alto un error vergonzoso y que saliera multiplicado, por mi culpa, en diversos carteles gigantes a lo largo del país. Ese fue todo mi trabajo esa mañana.
A la una, Gustavo le dijo a Serrano que hoy les tocaba comer pastas, y los dos se rieron por algún chiste interno que no entendí hasta la semana siguiente.
Tal vez para evitar que pensaran que el primer día pretendía incluirme en sus almuerzos, salí un poco después, cuando ya se habían ido casi todos y tuve que comer apurado una porción de muzzarella en un pizzería ruidosa y sucia sobre la calle Tucumán.
El resto de mi primer día de trabajo no fue muy distinto. Serrano y Gustavo llegaron tarde y -según me pareció- traían impregnado un aura dulce de olor a marihuana. Se pusieron a jugar al “Marathon” con las computadoras interconectadas en red. En un mundo azul y verde, de pasillos tridimensionales, se perseguían el uno al otro tirándose balazos que sonaban en el parlante al lado de mi oído. De pronto el ruido era como haberse metido en una guerra. Tenían municiones infinitas y varias vidas; cuando las perdían, volvían a empezar. Se insultaban, se mataban, cada uno mirando su monitor, apretando las teclas para dispararse.
Fueguito (nunca supe su nombre real) me trajo dos gráficas más para revisar, pero ningún texto largo. A las cinco ya estaba aturdido y me quería ir; la última hora se me hizo interminable. Cuando salí, me pregunté cómo iba a hacer para aguantar quince días en ese lugar. Hubiese preferido que me dieran textos largos para corregir en silencio durante todo el día y no tener que estar ahí sentado, sintiéndome inútil, padeciendo los decibeles, como un barman de discoteca vacía o un vendedor de fichas en un local de videojuegos de la costa, fuera de temporada.
Antes del viernes ya todo se me había hecho rutina. Yo llegaba primero. Después llegaba Antonio y me hablaba del resultado de sus análisis, de su sangre, de su orina, de su próstata misteriosa. A las once y media de la mañana las chicas de al lado empezaban a hablar de comida, de recetas de tortas, de panaderías, de nuevos lugares para pedir comida rápida. Les conocía las voces y las caras pero todavía no sabía a qué cara le correspondía cada voz y cada comentario. A la una menos diez venía un pelirrojo con un carrito y vendía galletitas, latas de gaseosa y pebetes de jamón y queso envueltos en papel celofán. A las cuatro, tal vez porque a esa hora Antonio miraba los clasificados, hablaban de autos y de motos. Hablaban de picadas, de choques, de cuántos litros por kilómetro gastaban los autos, y Serrano, poniendo la mano plana como si imitara el movimiento de una víbora, describía zigzagueos peligrosos que había tenido que hacer en el tráfico. En algún momento dijo que ese fin de semana se iba a ir hasta Rosario para probar la moto nueva de un amigo. A las cinco tomábamos mate. Creo que cuando me pidieron a mí que cebara, fue el momento de la suplencia en que me sentí más útil. Si hubiera juntado todo el trabajo que me habían dado esa semana, lo podría haber hecho en una sola hora. Algo que aprendí a hacer durante esos días fue leer en medio del ruido envolvente. Sonaban a mi lado las ametralladoras, los alaridos, los motores virtuales y yo, como sentado tranquilamente en un campo de combate, seguía leyendo los libros que me llevaba cada día.
Serrano siguió llamándome “Eugenia”, hasta una mañana en que estuvo callado porque tenía que trabajar en una imagen de una gráfica de pan lactal y las chicas le pidieron que pusiera música. Preguntó qué queríamos escuchar y yo, tímidamente, propuse un disco de Spinetta qué él había puesto una vez y a mí me había gustado. Serrano puso el disco, sin decirme nada, y si bien no cambió en su actitud indiferente, hicimos una tregua tácita y él no volvió a llamarme “Eugenia”.
El viernes, cuando me estaba yendo, me quedé encerrado en el ascensor con un empleado de tesorería, de unos cincuenta años. Nos quedamos tranquilos porque el ascensor tenía ventilación y un sistema de comunicación con portería a través del cual nos dijeron que en seguida se arreglaría el desperfecto. Pero estuvimos ahí adentro casi veinte minutos. Una vez que ya nos habíamos contado qué hacía cada uno en Rossi & Peterson, este señor, un hombre gordo y pelado, me empezó a hablar de fútbol. Me preguntó de qué equipo era; yo le dije que de ninguno porque no me gustaba el fútbol.
-De algún equipo tenés que ser -me dijo.- No es necesario que sientas pasión por el equipo. Es cuestión de ser de algo, ¿me entendés? Si no, es como no tener nacionalidad, como no tener apellido.
Yo no dije nada porque estaba empezando a sentir claustrofobia.
-¿Por qué no te hacés de Racing? -me dijo, pasándose un pañuelo por la frente.
Llevaba una carpetita manoseada en una mano, entre el saco le asomaba una corbata demasiado corta que le quedaba en declive sobre la panza.
-¿De Racing? -dije, entrando en el juego para distraerme.
-Es claro. Total si no te interesa no vas a andar sufriendo las derrotas, porque te aviso que no ganamos un campeonato desde el ‘66.
-¿Por qué le dicen La Academia a Racing? -pregunté.
-¡Qué se yo! Pero hagamos una cosa. Si este domingo pasa algo grande con Racing, algo realmente grande, vos te hacés de Racing, o sea, digamos, pasás a ser de Racing automáticamente. Así, aunque sea, cuando te preguntan de qué cuadro sos, vos podés decir algo. Ahora... Si no pasa nada con Racing, te olvidás, seguís sin ser de nada o te hacés del equipo que quieras. ¿Estamos?
-Estamos -dije.
Después, cuando empezó a contarme sobre un jugador que se llamaba el Mago Capria, el ascensor volvió a funcionar y pudimos salir.
Nos despedimos en la entrada del edificio y yo me volví caminando más de treinta cuadras hasta mi casa porque no quería volver a sentirme encerrado, metido en el subte repleto, a la hora pico. Caminé aliviado, mirando el cielo, sintiendo que al menos durante el fin de semana iba a estar fuera de ese lugar.

II

El lunes a las nueve de la mañana, cuando doblé en la esquina de Esmeralda, vi un ómnibus estacionado frente al edificio y gente en la vereda, parada en grupos, con los abrigos puestos. Reconocí a algunas personas de la agencia. Por las caras percibí algo malo. Me acerqué a Antonio, le pregunté qué pasaba y me dijo que Serrano había muerto. Se había matado el sábado en la ruta cuando iba para Rosario en moto. Las chicas del sector de al lado estaban llorando. Yo me quedé aturdido un momento, después le pregunté a Antonio cómo había sido y me dijo que no sabía, o tal vez sabía y prefería no contarme. También estaba Gustavo, hablando con otra gente.
-¿Van a ir al entierro? - le pregunté a Antonio.
-Sí. La agencia contrató este ómnibus. Pero volvé a tu casa, pibe, no hace falta que vengas al cementerio. Vení a laburar a la tarde, mejor.
-No, voy. Quiero ir -dije-. ¿Dónde es?
-En Chacarita.
-¿Habrá lugar para mí en el ómnibus?
-Sí -dijo Antonio, cansado-. Lugar hay.
En silencio, fueron subiendo; yo me quedé entre los últimos para no sacarle lugar a nadie. Cuando subí, me pareció que la mayoría de las caras me miraban con desagrado, porque no sabían quién era yo, quién era este intruso en el funeral de Serrano que encima subía al ómnibus con una novela en la mano como para distraerse durante el viaje. Por suerte vi que Gustavo me hacía señas de que había un lugar al lado de él, y me senté rápido para que dejaran de mirarme.
-No lo puedo creer -le dije.
-Yo menos -dijo Gustavo. Tenía cara de no haber dormido.
-¿Cómo fue?
-Y... debe haber venido rápido. Estaba con la moto del amigo, una “Ninja” de alta cilindrada. Debe haber venido a fondo y se le descontroló. Parece que había una zona del pavimento en construcción. Fue acá cerca, antes de Ramallo.
-¿Estuvo en el hospital?
-No. Murió en el acto.
El ómnibus arrancó y tomó la Avenida Córdoba derecho. Estuvimos callados un rato. Gustavo miraba por la ventanilla. De repente me miró y dijo:
-¿Sabés lo que más bronca me da? Parece una estupidez, pero me da bronca que no se haya enterado de que ayer ganó Racing. ¿Lo viste al partido?
-No.
-Seis a cuatro le ganó a Boca. Fue una goleada. Uno de esos partidos históricos. Y éste se viene a matar un día antes.
Yo me acordé del gordo del ascensor.
-¿Seis a cuatro ganó Racing?
-Sí. Fue impresionante. Histórico. En un momento parecía que Boca empataba, porque en el segundo tiempo...
Una de las chicas del asiento de adelante se dio vuelta, me miró y, con la voz y la cara borroneadas por las lágrimas, dijo:
-¿Pueden no hablar de fútbol por lo menos hoy?
Nos quedamos callados. Después Gustavo siguió, susurrando:
-Me dan ganas de llamarlo por teléfono: “Serrano, ganó Racing, querido, ganó Racing. No sabés los golazos que clavó el Mago Capria.”
Por momentos miraba por la ventana.
-La gente dice “Qué desgracia, un muchacho de veintiún años, con toda la vida por delante.” Pero a mí, lo que más me duele es lo del partido.
Yo me quedé impresionado. Había pensado que Serrano, por su altura y su actitud, era mayor que yo, pero era menor, un año menor. Pasamos bajo el puente de la Avenida Juan B. Justo y el ómnibus se ensombreció un instante.
Cuando llegamos a la Chacarita, el ómnibus no podía entrar al cementerio, así que caminamos varias cuadras detrás de los autos negros. Yo me mantuve siempre un poco al margen. En un momento, un hombre de cara rosada que caminaba con las manos detrás de la espalda, me preguntó si yo trabajaba en Rossi & Peterson. Le dije que sí y me preguntó qué hacía.
-Soy corrector... corrector suplente -dije y me sonó mal, como si hubiera dicho “aguatero suplente” o algo así.
El hombre no dijo nada. Seguimos caminando.
El funeral fue breve y silencioso, salvo por el llanto ahogado de algunos familiares. El cielo estaba limpio, de un azul muy frío que parecía entrar en los pulmones cuando uno respiraba. El sacerdote murmuró unas palabras y roció con agua bendita el cajón. Me resultaba imposible asociar a Serrano con ese féretro; era un objeto lejano, opuesto al tipo ruidoso y prepotente que yo había visto llegar a la agencia en mi primer día de trabajo.
Les dimos el pésame a los padres y antes de las once ya estábamos otra vez subidos al ómnibus. Gustavo durmió todo el viaje de vuelta. Yo hubiera leído la novela que llevaba, pero me pareció más prudente no hacerlo y dejar el libro en el bolsillo que tenía el asiento de adelante, frente a mis rodillas. Después, cuando ya habíamos llegado a la agencia, me di cuenta de que me había dejado el libro ahí.
Hasta la hora de almuerzo estuvo todo tranquilo en la agencia. Nadie hacía ruido ni ponía la radio, se hablaba despacito como si temieran despertar a alguien. Gustavo trabajó en una foto de una compañía aérea. Fueguito no apareció para traerme nada. Antonio estaba leyendo el diario cuando recibió un llamado. Yo escuché que le contaba a alguien la muerte de Serrano. Alguien que no sabía. Después me miró y dijo: “Sí, está acá ¿te lo paso?”
-Es Eugenia -me dijo- te transfiero el llamado.
Antonio marcó unos números en su aparato, colgó y, en vez de sonar mi teléfono, empezó a sonar el de Serrano. Fue una situación incómoda; Antonio se puso mal. Yo no sabía si atender o no.
-Pero, carajo, ¿cómo es tu interno? -dijo, queriendo corregir el error.
-1314 -dije.
-Bueno, atendé igual.
Fui hasta el escritorio de Serrano y atendí. Hablé con Eugenia. Me dijo que estaba muy impresionada, que hubiese querido estar acá, con todos; después me preguntó cómo me estaba yendo con el trabajo. Le dije que bien, que no se preocupara. Me dijo que había adelantado un poco su vuelta y que volvía esa misma noche así que no hacía falta que yo asistiera a la agencia al día siguiente. Nos despedimos y colgué el teléfono de Serrano.
Me senté en mi escritorio pensando que ese era mi último día de trabajo en la agencia. Estuve por decírselo a Gustavo, pero no dije nada. Era extraño haberme metido en ese mundo, haber tenido que adaptarme, haber conocido a esas personas, incluso a alguien que había muerto, y ahora, de repente, no volver nunca más a ese lugar, con esa gente, como si, de alguna manera, se fueran a morir todos para mí o me fuera a morir yo para ellos. Empecé a hacer la factura de lo que me correspondía cobrar por los seis días de trabajo; eran doscientos diez pesos. Le pedí a Gustavo que me ayudara con los datos del CUIT.
-Si la llevás ahora, antes de la una, te pagan. Los montos abajo de trescientos son al contado.
Fui a tesorería, en el piso de arriba. Cuando me asomé a la ventanilla vi que estaba el gordo del ascensor, mi padrino futbolístico.
-¡Qué te dije! ¿Pasó algo grande o no pasó algo grande con Racing?
-Sí, la verdad que sí.
-Bienvenido a la Academia. Ahora podés decir que sos de Racing -me dijo, palmeándome el hombro.
Le agradecí, le mostré la factura y, después de unas firmas y unos chequeos de información, cobré la plata.
Ya era la una. Volví a mi escritorio y, cuando Gustavo vio que me estaba poniendo el impermeable, me preguntó adónde iba a almorzar. Le dije que no sabía, que iba a buscar algún lugar.
-¿Te gustan las pastas? -me preguntó.
-Sí.
-Bueno, yo te voy a llevar a un lugar especial.
Salimos a la calle y doblamos por Córdoba. Soplaba un viento que arrastraba papeles, hojas secas y tierra. Yo estaba íntimamente eufórico, tal vez como reacción contra la muerte de Serrano. Me sentía vivo. Yo había sobrevivido, no sabía bien a qué, pero había sobrevivido. Había ganado por primera vez mi propia plata y caminaba dándole la cara al viento con el impermeable que me flameaba hacia atrás como una capa. De pronto se me metió una basurita en el ojo. Estaba sacándomela cuando noté que Gustavo ya no estaba más a mi lado, se había metido en la entrada de un edificio de departamentos.
-¿Qué hacés?
-Es acá -dijo y apretó uno de los muchos botones del tablero del portero eléctrico. Pensé que me estaba llevando a su casa, me acordé del fondo de pantalla de su computadora con la ecografía de su mujer.
-¿Vivís acá?
-No -dijo y empujó la puerta cuando sonó la chicharra.
Yo me quedé afuera, desconfiado.
-¿Acá vamos a comer pastas?
-Sí, dale.
Entramos al hall y nos metimos en el ascensor del fondo. Gustavo no me quería decir adónde íbamos.
-A comer pastas -me contestaba.
-No, no vamos a comer pastas, decime dónde vamos.
-Te juro que vamos a comer pastas, las mejores pastas del microcentro.
Llegamos a un pasillo oscuro en un noveno piso y Gustavo tocó el timbre en una de las puertas. Nos abrió una mujer morocha, un poco fea, una especie de Cleopatra en versión porno, con una bata mal cerrada que dejaba ver su escote apretado. Gustavo me empujó, no porque yo me negara a entrar sino porque no reaccionaba; no terminaba de entender la idea de que estuviera trayéndome a un departamento de putas.
-¿Y Serrano? -preguntó ella.
-Lo echaron -dijo Gustavo.
-Ah, no me digas, ¿por qué?
-Y... Hacía mucho quilombo.
Yo lo miré a Gustavo que me devolvió apenas la mirada y dijo:
-Él es Diego.
-Hola, mi amor, bienvenido, yo soy Karen. Sientensé -nos dijo y se alejó hacia el fondo, gritando: -¡Michele!
En un living chiquito, con olor a tuco, había un televisor prendido y una mesa ratona con dos cubiertos puestos, dos vasos y un sifón. Gustavo se sentó en uno de los sillones petisos. Me miraba y se reía porque yo estaba incómodo, enojado porque me hubiera llevado engañado hasta ahí.
-¿Qué hacemos acá? -le dije susurrando.
-Sentate, macho, relajá. Ahora comemos -me dijo.
-¿Por qué le dijiste eso de Serrano?
-¿Y para qué les voy a decir la verdad? Si no lo van a ver nunca más. Es una crueldad decirles lo que pasó.
Yo me senté sin sacarme el impermeable. En la televisión estaba Mirtha Legrand. En eso apareció otra chica de pelo corto, castaño, con una bata de toalla abierta y una bikini naranja debajo. Traía una taza en la mano. Lo primero que preguntó fue:
-¿Y Serrano?
-Lo echaron -volvió a mentir Gustavo. -Él es Diego.
-Ah -dijo, mirándome desilusionada, y se acercó para darme un beso-Yo soy Michele.
-Hola -dije.
-¿No va a venir más Serrano? -preguntó.
-No creo -dijo Gustavo.
-¡Qué desgraciado! Mirá lo que le había hecho -dijo y nos mostró la taza, que de un lado tenía el escudo de Racing y del otro una inscripción que decía “Racing 6, Boca 4” y la fecha de ese domingo.
-Las hacen en el momento, en el bazar de acá al lado. Llevaselá, si lo ves. Decile que es de parte mía. -dijo Michele y se sentó en el sillón que estaba a mi izquierda, arrodillada sobre los almohadones. Estaba descalza y tenía sucias las plantas de los pies.
Karen apareció con dos platos de ravioles con tuco y los puso en la mesa ratona enfrente de nosotros.
-¿Qué te parece? -me dijo Gustavo, frotándose las manos.
-Muy bien -dije, sorprendido.
Acercamos un poco la mesa ratona y empezamos a comer. La verdad es que estaban ricos. Karen preguntó si la salsa estaba buena y le dijimos que sí, asintiendo los dos con un cabeceo simultáneo porque teníamos la boca llena.
Mientras comíamos, miramos televisión: entre los invitados al programa de Mirtha había una mujer que decía ser la hija no reconocida de Perón. Karen y Gustavo decían que se parecía a Perón, pero Michele decía que no se parecía y que además no le creía. También estaban invitados una vidente que leía la borra del café, un travesti corpulento, un intelectual muy flaco y Yiya Murano, la envenenadora de Montserrat, que contó que unos de sus proyectos era poner un restaurante. Nos reímos y Karen la defendió, dijo que su sueño también era poner un restaurante.
-Tenés que decirle a Serrano que me haga el cartel ese que me prometió -dijo Karen.
-Primero tendrías que tener el local y la guita, después te podés preocupar por el logotipo.
-¿Por qué no puedo empezar por el logotipo?
Discutieron un poco, entre chistes. Gustavo le dijo que mejor empezara por el menú y le sugirió algunos platos, imitando a un mozo:
-Y... el spaghetti a la putanesca sale bien, o el fideo tirado... Puede ser lenguado, chupín de brótola, pavo relleno, o si no alguna ensaimada, budín gemelo, polvorones, embutidos varios...
Karen lo paró, dándole un chirlo en el muslo. Después, cuando terminamos de comer, Gustavo me preguntó qué tal habían estado los ravioles y yo le dije que me habían gustado.
-Te dije que eran las mejores pastas del microcentro.
En algún momento me di cuenta de que ese plato de ravioles había sido hecho para Serrano, o sea que me había comido los ravioles de un muerto. Karen se llevó los platos, volvió con un porro encendido y lo pasó. Se sentó en las rodillas de Gustavo. Fumamos todos, dando cada uno un par de pitadas.
-Si te gustó el primer plato vas a ver cómo te va a gustar el postre -me dijo Gustavo.
-Tiene un poco de cara de susto -dijo Karen, mirándome.
Yo traté de disimular porque era cierto, estaba un poco asustado, tolerando la incertidumbre de no saber qué estaba por suceder exactamente. Karen se paró y lo ayudó a pararse a Gustavo tirándole del brazo. Se fueron para el fondo. Michele también se paró y se fue. Me quedé solo y en un instante tuve la fantasía -tal vez provocada por la marihuana- de que me iban a matar. Pensé que Gustavo sabía que yo había cobrado y que me iban a matar para sacarme la plata. Creo que fue un instante, no llegó ni a convertirse en un miedo real. Después de todo, eran sólo doscientos pesos. De pronto apareció Michele, desnuda, con tacos, corpiño y medias oscuras hasta la mitad del muslo. Su pubis negro y peludo resaltaba contra su piel blanca, y casi podría decir que me alarmó, como si en el living apareciera de pronto un animal. Se paró frente a mí dando una vueltita y me preguntó:
-¿Te gusta?
-Sí -le dije y entendí que no se sacaba el corpiño porque era chata.
Dándome la espalda, apoyó las manos en la televisión, que seguía parpadeando imágenes, y empezó a mover el culo con un movimiento ondulante, sin demasiada gracia. Comprendí que explotaba su mejor ángulo. Ella sabía que de frente no tenía gran atractivo, pero de atrás tenía el poder simétrico de ese culo firme y redondo. Consiguió hipnotizarme. Por un momento me pareció que era su culo a quien yo debía dirigirme para hablarle, como si ahí se tomaran las decisiones de ese cuerpo. Se fue acercando y se me sentó encima; sentí su peso en los muslos. Se siguió moviendo encima de mí y, cuando finalmente la agarré de las caderas, sacó del cajón de la mesa ratona un preservativo. Me ayudó a bajarme los pantalones, que me quedaron por los tobillos, y me puso el preservativo. Yo me quedé sentado como estaba, con el impermeable puesto. Ella volvió a sentarse encima, en la misma posición, pero ahora subiendo y bajando su culo habilidoso y suave. No duró mucho la cosa. Digamos que tuve un desempeño de varón soltero bajo abstinencia involuntaria, es decir, fui breve y explosivo. Más breve que explosivo. Estaba acabando cuando hubo una gran carcajada entre los invitados del programa de TV. Me acuerdo que traté de no tomarlo como algo personal.
Cuando me metí en el baño, escuché los ruidos de la habitación. Karen pegaba unos grititos monótonos, como la grabación de un mismo sonido repetido una y otra vez.
Michele se volvió a poner la bata de toalla y se acurrucó a mi lado en el sillón, frente al televisor, donde la anfitriona despedía a sus invitados en el living del estudio. Eran las dos de la tarde y ya tendríamos que haber estado de vuelta en la agencia. Pero Gustavo no salía del cuarto. Esperé un rato y me empecé a relajar.
-¿Puedo poner los pies arriba de la mesa? -pregunté, estirando las piernas.
-Sí -dijo ella y me apoyó la cabeza en el hombro de un modo que me desagradó porque su pelo cerdoso me pinchaba el cuello. Pero no me moví; la dejé quedarse en esa posición porque pensé que tal vez ella se quedaba dormida así sobre el hombro de Serrano.
-¿Te tengo que pagar a vos o a Karen?
-A Karen.
-¿Y cuánto es?
-Sesenta. Diez los ravioles y cincuenta el postre.
Sonó el teléfono y Michele se paró para atender. Trató de hablar en voz baja pero se oía igual:
-No, ella no está en este momento, pero hay otras chicas disponibles... Mirá son cincuenta pesos la participación convencional con un extra opcional por la participación completa.... No, mucho más no te puedo decir por teléfono... Bueno, ¿tenés la dirección?... Sí... Te esperamos.
Cuando cortó le pregunté si no se podía fijar qué pasaba que Gustavo no aparecía, porque yo me tenía que ir. Michele dio unos golpecitos en la puerta, abrió y se escuchó que susurraba algo.
-Está totalmente dormido -me dijo cuando volvió. -Karen también se había dormido. Ahí viene.
Al rato apareció Karen, cerrándose la bata.
-¿Cómo la pasaste, bombón?
-Bien -le dije y le pagué.
Gustavo salió del cuarto, arreglándose la ropa, con el pelo aplastado y la cara hinchada.
-¿Vamos? -me dijo.
-Vamos.
Nos despedimos y salimos al pasillo. Estábamos por entrar al ascensor cuando Michele abrió la puerta y nos llamó porque nos estábamos olvidando la taza para Serrano. Gustavo volvió para agarrarla y ella dijo:
-Nos vemos el lunes.
En el ascensor Gustavo miró la taza y dijo:
-A Serrano le hubiese gustado saber que vinimos. Hoy, en un momento, pensé en no venir, pero después me pareció que había que hacerlo por él.
Volvió a mirar la taza y dijo:
-¿Qué hacemos con esto?
Yo no dije nada, levanté las cejas indicando que no tenía una respuesta.
-¿Qué tal estuvo Michele?
-Bien -dije.
-Tomá. Llevala vos -dijo, dándome la taza.
Yo la acepté y miré la inscripción.
-Che, mañana ya vuelve Eugenia. No tengo que venir más -dije.
-Siempre podés volver -dijo él.
Afuera seguía soplando el mismo viento, que ahora nos daba en la espalda. Volvimos a la agencia sin decir nada. Cuando llegamos metí la taza en un cajón del escritorio y, a las seis, cuando me despedí de todos para irme, me la llevé en una bolsa.
Ahora la taza está al fondo de una alacena, en mi casa. Nunca la uso. Salvo cuando vienen muchos amigos los sábados a la noche y faltan vasos. A veces me preguntan de dónde la saqué y digo que la dejaron los anteriores inquilinos. Miento para no tener que contar toda esta historia.





Cuento del libro de Pedro Mairal, Hoy temprano, Clarín Aguilar, 2001.