por Ana Prieto
(entrevista publicada en el nº 12 de la revista Gataflora, Buenos Aires 2009/2010)
María Valdés Neylan de El año del desierto, su alter ego bloggero Adriana Battu, la adolescente Karina Durán, y los narradores omniscientes que relatan un momento crucial en la vida de una mujer, se mueven en la prosa de Pedro Mairal con tanta naturalidad que ni él es consciente de los mecanismos que pone en juego para darles vida. El premio Clarín Novela 1998, el invitado a Bogota 39 como uno de los mejores escritores jóvenes del país, el poeta que se escondió tras los Pornosonetos, cuenta lo que no sabe cómo cuenta.
Si apoyara las manos en el piso sería más fácil, pero la mayor prefiere incorporarse sólo con el impulso de sus piernas, enmarcadas en una faldita escocesa que no se sabe si es roja o verde porque la foto está en blanco y negro. La del medio es rubia como su hermana, pero lleva el pelo más corto y sin adornos. Está detenida en la conciencia plena y grave de sus obligaciones, y con los labios apretados reúne la entereza que necesita para hacer lo que está por hacer: levantar al hámster.
El hámster no llega a los dos años, tiene puesto un conjuntito blanco y es el único que todavía mira hacia la cámara. Lleva la frente despejada y parece preocupado por las intenciones de ese aparato que fue capaz de mantener a sus hermanas tan erguidas y en silencio unos minutos atrás.
Debería haber una foto previa. La foto de verdad, para la que fueron a posar. Pero Pedro Mairal no sabe si existe. Le gusta y le intriga que su mamá haya elegido enmarcar el momento que no era, y que hoy él tiene en uno de los estantes de la desbordante biblioteca de su departamento.
Como tantos otros padres, el suyo llegaba de noche y se iba de día, por lo que en su vida de niño eran él, sus hermanas, su madre y Rosa, la mucama paraguaya. Era ser el muñeco de verdad, o el “hámster de laboratorio” de dos niñas rubias que le enseñaron a leer y a escribir cuando convinieron que ya estaba en edad. Era ir y venir a todos lados con su mamá, que a veces lo usaba como tarjeta de estacionamiento. Era bailar Sandro con Rosa, y usar su peluca de rulos largos y negros para disfrazarse como un Kiss y ganar el primer lugar. Era ver tirones de mechas y toallitas y no entender para qué servían los aplicadores y acostumbrarse a ver bombachas colgadas de la canilla.
¿Era saber un poco más sobre las chicas que otros chicos?
En algún momento me di cuenta de que a mí no me daba asco ni me espantaba el tema de la menstruación, por ejemplo. A otros hombres les agarra como un ataque por eso, incluso de grandes. Había mucha cosa femenina dando vueltas por mi casa, y me daba curiosidad pero también me resultaba muy familiar. Igual nada de eso me sirvió para levantar minas. Incluso me funcionó un poco en contra, porque yo tenía la cosa del varón comprensivo, de escuchar mucho a las mujeres. Me demoré en ser avanzador, en erotizar el diálogo, en tirar un piropo, en dar el zarpazo. Tal vez era medio lento porque esa cercanía que tuve en mi infancia con las mujeres me provocó una sensación como de incesto general.
¿Sentís que activás algo distinto cuando escribís en una primera persona femenina?
No, es más un ejercicio, un juego. Primero pienso en la situación, y luego en qué personaje le conviene a esa situación No digo “voy a escribir como mujer”, sino “voy a escribir como esta mujer”. En El año del desierto me interesaba que una mujer contara la historia, porque como el tiempo va para atrás y toma el cambio de este último siglo, en el que la vida cotidiana de las mujeres cambió tanto, había mucho más para contar que desde la perspectiva de un hombre. Y como ejercicio me interesa, porque es algo que los hombres no están acostumbrados a hacer. Viste que en las canciones, las mujeres pueden interpretar: “estoy piantao, piantao…” Pero no sucede al revés; nunca vi a un tipo cantar “Se dice de mí”, y si lo hace, ya hay una cosita un poco travestida, un poco “loca”.
Pero lograr credibilidad como mujer va más allá de lo que le conviene a una historia…
Sí, pero a veces le pifio. Por ejemplo, en el blog El señor de abajo, Adriana Battu habla de un tipo que hace una estupidez enorme y ponía “la verdad que los hombres son raros”. Y una amiga me dijo que estaba mal, que tenía que poner “los hombres son boludos”. Cositas así, ajustes que faltan.
En el blog hacías dialogar a tus alter egos. Hay un texto de Battu sobre lo ridículos que se veían vos y Miguel U. tratando de conquistar mujeres en un viaje. Lo que llamás ejercicio, ¿es expandir una sensibilidad que de otro modo no saldría?
Hay un paso al costado, salirme de mí mismo. A veces me provoca un extrañamiento la conducta masculina, esa cosa alienada y hormonal de tratar de levantar. Me impresiona mucho ver en la plaza a las chicas tomando sol y a los tipos tirados cerca mirándolas, acechándolas; ese momento que parece un documental de animales. Me interesa objetivar eso, salirme de las cosas de hombre y mirarlos, mirarnos. Nunca lo analicé, pero me parece que ahí está la mirada de Battu. Me divertía ponerla mandando al frente, denunciando la torpeza, la pérdida de tiempo. Pero lo hacía con bastante cariño; al fin y al cabo estaba hablando de mí…
Mairal dice que los seudónimos son una especie de máscara que le da mucha libertad, pero que se agotan rápido. El primero en caer fue Ramón Paz, autor de los Pornosonetos, porque alguien lo reveló en un blog. Adriana Battu alcanzó a escribir un cuento en la antología Historias de mujeres infieles, y hasta tuvo pretendientes que le escribían a Mairal pidiéndole su mail “No sé qué habrán pensado cuando se enteraron, porque yo no contestaba…”
Mairal dice que los seudónimos son una especie de máscara que le da mucha libertad, pero que se agotan rápido. El primero en caer fue Ramón Paz, autor de los Pornosonetos, porque alguien lo reveló en un blog. Adriana Battu alcanzó a escribir un cuento en la antología Historias de mujeres infieles, y hasta tuvo pretendientes que le escribían a Mairal pidiéndole su mail “No sé qué habrán pensado cuando se enteraron, porque yo no contestaba…”
A los relieves de la naturaleza femenina de sus personajes, Pedro Mairal los descubre en la conciencia del detalle. En el cuento La virginidad de Karina Durán, ella dice “Yo no había querido que nos escapáramos a la costa con Walter para no tener que ponerme una malla”. María Valdés sueña que se reencuentra con su novio y le da pudor no estar depilada. En El viaje de la profesora Bellini, ella no se anima a contarle a sus colegas que durante sus último días en Grecia se aburrió de visitar ruinas, y que en cambio había comprado un traje de baño verde y se había metido en el mar.
Te tiro personajes y vos me hablás sobre ellos.
¿Van a ser todas mujeres?
Sí
A ver…
La Maga.
La Maga… Tiene como un aura de belleza, una cosa misteriosa. No me pasó de enamorarme de ella como sí le pasó a muchos lectores. Pero me gusta; me gusta la idea de los amantes que se encuentran por casualidad en la calle. Parece morocha, ¿no? No sé si Cortázar lo dice en algún lado. Y está muy lograda. En un momento Horacio tiene un amorío con una mujer que se llama Pola, y la maga lo mira bañarse cuando vuelve de estar con ella; lo mira con rayos X, se da cuenta que se está sacando a Pola de encima con la esponja. Es de las mujeres más creíbles. Además es uruguaya, entonces está siempre desplazada, como fuera de foco.
Madame Bovary
Ah… Está muy bien la insatisfacción de Madame Bovary. Es una mujer de country: consigue irse con Charles a vivir al country y después empieza a darle al profe de tenis. Para los hombres era más fácil tener aventuras en esa época, y Flaubert vio muy bien lo que le pasaba a las mujeres. Me gusta el arrojo de Madame Bovary, pero me impresiona un poco el desapego de la hija.
Molly Bloom, del Ulises de Joyce
Ese para mí es el caso mejor escrito de psicología femenina. Además contrasta tanto con el resto del libro, porque a pesar de que Leopold Bloom diga que es el único hombre que menstrúa, todo el Ulises es muy masculino, con tipos que deambulan por la ciudad y hablan y hablan. Pero cuando llega finalmente el capítulo de Molly, de pronto se desata un río de palabras. Está tirada en la cama, le acaba de meter los cuernos a Bloom ahí mismo, y todavía siente que tiene encima a Boylan, su amante. Tiene el perfume de él, se acuerda de todo lo que le hizo… Es increíble cómo está escrito. De hombres escribiendo como mujeres, es lo que más me gusta.
María Valdés, la tuya.
Le pasa toda la historia argentina por encima. En ese retroceso histórico me interesaba que pasara por la vida de sus antepasados. De la madre primero, cuando se pone su vestido. Después empieza a trabajar de enfermera, como su abuela, y luego se va volviendo pelirroja. Ella cree que es porque el agua tiene mucho óxido, pero es porque se va volviendo más irlandesa, como su bisabuela. Hay un momento que me gustó mucho escribir, que es cuando ella se peina. Se baña en un fuentón, se tira agua encima y siente esa cascada de pelo largo que viene descendiendo de generación en generación. La maltrato mucho a María, pero después la protegí: al final queda enseñando en un colegio, no se sabe bien dónde… Con el pelo corto y renga, pero a salvo.
Mairal propone otro personaje: Natalia, de la novela Miss Tacuarembó de Dani Umpi: “Es una chica que cuenta su paso por un concurso de modelos, y su trabajo como promotora de perfumes en un Shopping. Es una voz femenina muy auténtica; describe bien ese mundo del consumo y hasta es capaz de encontrar el perfume para cada uno, incluso el perfume que usaría Jesús”.
Hoy Mairal no está pensando en literatura. Escribe una columna semanal para Perfil, entrevistó a Emme para Brando y escribió una crónica sobre un viaje en camión que lo llevó a La Pampa, Entre Ríos y Santa Fe. Le gusta su nueva incursión en el periodismo; dice que le saca la libido de escritura con la misma eficacia que la literatura, a la que por ahora no extraña ni necesita, porque para Mairal no hay géneros menores.