Pedro
Mairal
Hace
años, en un taller literario, conocí a una chica que tenía mucha
plata. Mejor dicho, sus padres tenían mucha plata. No se llamaba
Verónica, pero la voy a llamar Verónica por discreción, aunque
ella ya no viva en la Argentina. Verónica escribía cuentos que
sucedían en París, en New York, en Amsterdam, con personajes que
estaban siempre invitados a grandes fiestas. El taller quedaba en
Callao y Córdoba y a la salida yo la llevaba en mi bicicleta hasta
Las Heras. No nos dábamos cuenta de lo peligroso que era, o quizá
sí y eso nos divertía. Una sola vez casi nos pisa un 60; estuvimos
muy cerca. Yo frenaba apretando el pie contra la rueda. A veces nos
metíamos en librerías y ella se compraba un libro pero después,
cuando le preguntaba si le había gustado, me decía que no lo había
leído. No le gustaba mucho leer. Se cruzaba todo el tiempo con
ex-compañeras del colegio y después me hablaba mal de ellas. Viven
en una burbuja, me decía, están siempre hablando de ir a esquiar o
de Punta del Este, no se dan cuenta de que la cosa va un poco más
allá. Como suele pasar, Verónica despreciaba a la gente que se le
parecía. No tengo ninguna foto de ella, pero me acuerdo de que era
lacia, sobre todo eso. Era más lacia que linda. Y me acuerdo también
de su olor a shampoo, cuando iba sentada en el marco de la bicicleta.
Sin que yo siquiera la hubiera besado, ella me incitaba y me
depreciaba, iba alternando esas dos cosas con sutileza, manteniéndome
apartado pero, al mismo tiempo, a tiro. Si me lo hubiese pedido, yo
la hubiese llevado pedaleando hasta Brasil.
En
una de esas vueltas, me invitó a su casa en la calle Galileo; iban a
ir sus amigos de cine (estudiaba cine en no sé qué instituto). Dale
vení, no me banco esperar sola, me dijo. Llegamos y nos abrió la
puerta de calle un guardia de seguridad, con uniforme gris. Debe
haber sido de los pocos edificios en Buenos Aires que en esa época
ya tenían seguridad privada las 24 horas. Subimos. El departamento
era enorme, decorado como en las revistas. Y ella vivía sola porque
sus padres siempre estaban en algún lugar exótico del mundo. Había
una mucama vieja dando vueltas por la cocina, con la que tenía
discusiones feroces que la avergonzaban. En media hora me mostró su
cámara nueva, me mostró fotos de un viaje a la India, me mostró
algo en la computadora que yo no entendí hasta tiempo después
cuando se popularizó internet, puso un compact en un equipo súper
Hi-Fi, dio vueltas por el departamento, me mostró el arma del padre,
comimos helado, y al rato fueron llegando los amigos.
No
me acuerdo del nombre de todos. Había una chica que se llamaba
Fabiana y un chico pelilargo que se llamaba Pablo, que yo pensé que
eran novios porque se hacían masajes en el sillón. Todos parecían
estar muy habituados al lugar, se tiraban en el living sin problema,
abrían la heladera y le pedían licuados a la mucama. Los vi varias
veces y me fui mimetizando con esa actitud de confianza.
Hacían base ahí y después se iban a fiestas en otras casas. Yo
fui una sola vez a una de esas fiestas donde hicieron lo mismo pero
con otra gente y con otra marca de cerveza: sentarse y hablar de la
fiesta a la que iban a ir después. Lo mejor, la fiesta ideal,
siempre estaba en el próximo lugar.
En
alguna de esas charlas de sillón, salió la típica pregunta: si
pudiera tener cualquier cosa en el mundo, ¿qué te gustaría tener?
La mayoría quería tener otro cuerpo, o mucha plata. La respuesta de
Verónica me llamó la atención. Yo quiero tener un hipnotizador
personal, dijo, un "hipno", existen, te juro que existen.
Un tipo que me hipnotice en los ratos aburridos, que me despierte
sólo para los ratos de acción, que me anule el tiempo muerto. Eso
es lo que quería Verónica, alguien que le editara la vida. Le
preguntaban cómo sería y ella explicaba que el hipnotizador tenía
que dormirla, por ejemplo, antes de salir de viaje a París. La subía
dormida al auto, la llevaba al aeropuerto, le hacía los trámites,
la subía al avión y la despertaba un rato durante el vuelo para
comer; después la volvía a dormir y la despertaba en el taxi, en
las calles de París, camino al hotel. Tenía que ser un tipo fuerte
que pudiera llevarla en brazos.
Me
sorprendió la expresión "tiempo muerto". Se la había
escuchado decir a sus amigos cineastas, pero no la había entendido
del todo hasta que ella la dijo. Y me hizo acordar a unos vecinos de
carpa en la playa en Pinamar: dos matrimonios que jugaban al bridge
después del mediodía, jugaban durante horas bajo la sombra hasta
que uno de los hombres miraba el reloj y decía "¡Uy, las seis
ya, che. Matamos la tarde!", pegaba uno de esos aplausos con
ruido a sopapa y se frotaba las manos porque la tarde había muerto;
la habían matado ellos.
La idea de Verónica
también era matar el tiempo, matar el tiempo muerto. Ella tenía
intolerancia al tiempo real. No soportaba el tiempo que mediaba entre
los momentos supuestamente relevantes de su vida. No soportaba el
tiempo muerto frente al semáforo o en las salas de espera o haciendo
cola. Los momentos en que no pasa nada.
Cuando
me llegó el turno de decir qué quería, yo pensé que quería
tenerla a Verónica, pero no lo dije. No me acuerdo con qué traté
de zafar. Tampoco sé si fue esa misma noche que conseguí darle un
beso. Me acuerdo que seguimos de largo caminando por Galileo hasta
que nos sentamos en la escalera de la Plaza Mitre y, como yo había
tomado bastante cerveza, me animé. Pero era difícil. Se me
escapaba. Como si no estuviera ahí. Vivía desfasada del presente,
un poco corrida hacia el futuro, siempre pensando en algo bueno que
iba a pasar después, hablándome de eso, una fiesta, una película,
algo que iban a filmar, algo de ropa que le iban a traer los padres
de New York, siempre en ese declive de la ansiedad, cayendo hacia
adelante.
Yo
iba seguido a la casa. A veces estaban Pablo y Fabiana viendo videos.
Un sábado a la noche la había invitado a Verónica a San Telmo a
tomar algo pero me había dicho que estaba cansada. Al rato cayeron
Pablo, Fabiana y unos amigos de Puerto Rico que querían ir a bailar
salsa. Trajeron ron "La negrita" y lo mezclaron con
coca-cola. Yo veía que Verónica se preparaba para salir, muy
divertida, y me puse a tomar ron. Un vaso tras otro. Ella quería que
fuera con ellos pero yo, enfermo de literatura, prefería la tristeza
del perdedor. Terminé tocándole el timbre a las cuatro de la mañana
totalmente borracho, diciéndole que quería ser su hipnotizador
personal. Y ella ni siquiera estaba. El guardia de planta baja, que
ya me conocía, me paró un taxi y me mandó a mi casa.
Le
escribí cosas a Verónica. Poesía. Una vez fuimos al cine a la
trasnoche, después a tomar algo, después caminamos y en un kiosco,
de madrugada, compré el diario recién salido para mostrarle que en
el suplemento cultural habían publicado un poema mío dedicado a
ella. No me quedaban más ases en la manga y todavía no había
logrado pasar de los primeros besos. Yo le había dicho que ella me
gustaba y ella me había dicho que yo era "un tipo muy intenso".
Desde entonces, ese adjetivo –aplicado a cualquier cosa- me da un
poco de vergüenza.
Una
tarde subí pedaleando la barranca de Galileo. El guardia del
edificio me dijo: ¿Qué hacés, Pedrito? No está Verónica... Che,
el otro flaco, el pelilargo... ¿Quién Pablo?, dije. Sí, te ganó
de mano. Se queda a dormir y todo. Yo el otro día le tiré la lengua
a Verónica, viste, le digo '¿con cuál te quedás con el pelilargo
o con Pedrito?', y me dice 'con el pelilargo'.
Me
despedí de él con una sonrisa bastante digna teniendo en cuenta que
acababan de romperme el corazón. El guardia me había dicho la
verdad, así, dura y directa. Lo odié pero hoy creo que me hizo un
favor porque, si no, yo hubiese seguido dando vueltas, cada vez más
enredado.
Me
volví caminando al lado de la bicicleta, sin subirme. Tenía ganas
de ir sacándome la ropa y tirarme desnudo en medio de la calle. No
sé si fue exactamente ese día, pero la bicicleta fue a parar a la
baulera. No volví a ese taller literario, ni volví a ver a
Verónica. Supe, por un amigo de un amigo, que se casó y vive en
Estados Unidos.
Hace
un par de años escribí un cuento corto con ella como personaje. En
alguna pila de papeles debe haber quedado. El narrador era el
hipnotizador, el encargado de hechizarla cuando ella se aburría. Él
iba contando lo que había hecho esa tarde. Estaba ambientado en
México porque me parecía que quedaba mejor. Y él hablaba de "la
niña". "A las dos, la niña me ha pedido que la duerma y
la lleve a una fiesta en Cuernavaca". Entonces contaba cómo la
dormía en su silla, la cargaba en el auto y se sentaba al volante,
para manejar despacio. Ella dormida en el asiento de atrás, él
fumando, con la ventanilla abierta. Describía el viaje y cómo por
el camino se veía venir una tormenta de verano, y después llovía y
caía granizo. Estaba contado en presente, porque él estaba atrapado
en el presente, viviendo el tiempo muerto que ella no quería vivir.
Entonces llegaban de noche a Cuernavaca y unas cuadras antes el
hipnotizador despertaba a "la niña". Le contaba que había
granizado y ella se enojaba porque decía que cómo no la había
despertado para ver eso; le hubiera gustado ver granizar. La niña lo
"regañaba" mucho y se bajaba del auto hacia la fiesta,
dando un portazo. Él estaba enamorado de ella.