I
Cuando llegamos al departamento de la amiga de mamá, me mandaron a jugar al cuarto de la hija. Empecé a abrir la puerta y oí una voz que decía “Vení, vení”. La vi arrodillada en medio de un cuarto todo empapelado con una de esas fotos de un bosque en otoño. Me acerqué despacio porque en la alfombra verde había hojas secas desparramadas. Quedamos frente a frente, sentados sobre los talones. Ella era narigona. “¿A qué jugamos?”, me preguntó. En el aire parecía sonar una grabación de pajaritos. El único mueble era una cama de troncos. “No sé”, le dije. Había ramas en el suelo. “Entonces juguemos a que vos me matabas”. Yo me levanté, agarré una rama y le empecé a pegar en la cara. La rama era también un atizador. Ella no se defendió, no gritó. Los golpes eran blandos, pero la lastimaban. Le pegué en la cabeza y en la cara, y ella cayó lánguida sobre el colchón de hojas. Entre el pelo castaño, desparramado sobre las hojas, corría un arroyito de sangre con una melodía, con un murmullo. Quedó en el piso, con los ojos abiertos, fulminada por la belleza de su propia muerte. Durante un rato no pude dejar de mirarla. Escuché que me llamaban. Solté la rama y me alejé caminando entre los árboles del bosque.
II
Ni mis hermanas ni yo teníamos agua en casa y fuimos a bañarnos a “Austria”, como le decíamos al departamento que quedaba en esa calle y que había sido de mi abuela. Yo tenía las llaves. Primero había vivido ahí mi hermana mayor, después mi hermana menor, después yo. Eran muchas llaves: la de la puerta de calle, chata y grande como con dos aspas; la de la puerta del ascensor en el sexto piso, especial, dentada, de puerta blindada, que hacía mucho ruido y a veces se trababa; y por último la del palier, una trábex común. Cuando entramos, vi que había muebles viejos. Mi hermana mayor se fue a prender la ducha. Yo nunca había visto esos sillones verdes, esa mesa ratona con las patas arañadas, mordidas. De pronto me acordé: habíamos vendido el departamento hacía unos meses. Lo había comprado una señora con un rottweiler. Yo no vivía más ahí. Teníamos que irnos. No entendía cómo podía haberme olvidado de eso. Le dije a mi hermana que nos fuéramos. Mi otra hermana apareció en toalla, riéndose. Las dos se reían, me decían: “No seas cagón, no pasa nada”. Pero teníamos que irnos. En cualquier momento iba a llegar la señora. Yo la había visto el día de la escritura: de unos setenta años, petisa, con pelo corto teñido de naranja, ojos azules; era viuda y hablaba mucho de su perro. Vivía sola con él. Le dije a mi hermana que se vistiera. No podíamos quedarnos ni un segundo más. Me enojé con ellas. No me hacían caso. Entonces escuché ruidos en la puerta. La señora estaba llegando. Abrí la puerta del palier para explicarle. Ella trataba de abrir la puerta del ascensor que a veces se trababa. Espié por la mirilla. Quedé a oscuras en el palier. Escuché el gruñido. Ella se dio cuenta de que había alguien del otro lado, dentro de su casa. Le vi el miedo en la mirada. “¿Quién es?”, preguntó. Mis hermanas parecían ya no estar conmigo. Quise hablar, explicarle antes de que abriera la puerta, pero no podía, me salió de la garganta una especie de gruñido, quise gritar mi nombre y me salió un ladrido fuerte, monstruoso.
P. Mairal
(Pulicado en el suplemento Cultura, de Perfil, en febrero de 2006)