Llegué medio temprano a la avant premiere de Historias Mínimas y me senté en la platea. Afuera le gente se demoraba en ese roce de caras conocidas, promotoras, vino, cámaras y noteros. En la fila, detrás de mí, estaban sentados unos directores de alrededor de 60 años. No sé quienes eran porque no me pude dar vuelta para mirarlos. Pero escuché que hablaban mal de la nueva generación de cineastas. Estaban muy enojados. “Pareciera que no han visto cine,” decían, “creen que están inventando todo. Se fueron a la otra punta. Yo entiendo que estén contra el cine de las grandes frases, contra la bajada de línea... Pero estos chicos pasaron, del cine de las frases, al cine de no decir nada.”
Sin duda era la vieja guardia que se siente desplazada. No les gusta la cumbia del nuevo cine suburbano. Quizá con lo que estuve de acuerdo de lo que decían es que lo marginal no es un valor en sí mismo. Pero después de todo el cine argentino no puede no ser marginal, desde el momento en que somos un país al margen de los márgenes. Todos los argentinos somos marginales. Incluso la clase media acomodada es ahora una clase media desacomodada a golpes y a encerrones de corralitos bancarios.
La espera duró un rato, mientras la platea se iba llenando y crecía mi expectativa. Hace muchos años que Sorín no sacaba una película. Después de “Eterna sonrisa de New Jersey”, se quedó una década en silencio. Sé que escribió mucho pero no filmó. Así que cuando se apagaron las luces, yo ya estaba dispuesto a desintegrarme en la oscuridad y meterme en la historia, por más mínima que fuera. Y empezó y apareció la Patagonia.
Tres personajes se empezaron a mover por ese paisaje: una madre joven que gana una participación en un programa de la TV local donde se sortea una multiprocesadora, un viejo lúcido que busca su perro (y el perdón de su perro), y un viajante de comercio que lleva una torta de cumpleaños para el hijito (¿o hijita?) de una mujer de la que está enamorado. Los tres tienen que viajar más de trescientos kilómetros para alcanzar lo que quieren.
Sorín despliega la geografía, la distancia enorme. Y es un alivio que aparezca el paisaje argentino de manera tan poco artificiosa. Un alivio, después de tanto chalchalero en formación aeronáutica cantando frente a las Cataratas del Iguazú, tanta Reina del Paraná, tanto gaucho technicolor y bombo legüero en Purmamarca, en Cuyo, en los Valles Calchaquíes. Esa enfermedad nacional que no termina nunca, porque ahora los culos de Giordano eclipsan con su piel de gallina los grandes glaciares del Sur.
El paisaje en el cine argentino es casi siempre un problema. Los escenarios naturales se desnaturalizan hasta convertirse en cartón pintado por culpa de los diálogos de porteños sentenciosos, puestos ahí como recién aterrizados en paracaídas. Pero en Historias Mínimas, los personajes de Sorín no obstaculizan el paisaje con diálogos absurdos; los personajes son el paisaje y llevan dentro ese silencio. No se los puede sacar de la meseta amarilla, no se los puede sacar de ese viento que quema la cara, sin que dejen de ser ellos mismos.
La historia se va moviendo en autos, por la ruta vacía, o a paso de hombre, al ritmo de la steady-cam, con la delicadeza y la ternura de quien lleva un torta, con mucho cuidado, sin apuro por llegar. La película muestra esos pequeños gestos de amor que atraviesan enormes distancias, amenazados por la intemperie. Un cariño al que la aridez geográfica no logra derrotar. Gestos humanos que subsisten a la desolación como esos yuyitos verdes que se aferran a las piedras secas. Un muñequito de torta en la ciudad, no es más que eso, pero en la soledad del desierto se convierte en un tesoro.
La película podría haber caído en dos zonas peligrosas: confundir buenos sentimientos con buen cine, y empalagar con el cariño kitch. ¿Qué la salva de eso? El humor. Un humor constante que está en la mirada atenta, entrañable, asombrada y piadosa. No me acuerdo quién dijo eso de que Dios está en los detalles, pero es una buena manera de describir el modo en que la cámara elige aquí lo que quiere mostrar.
Ahora que los argentinos nos quedamos con la licuadora en la mano, bienvenidas sean las historias mínimas, bienvenido un cine sin máximas. Sorín, que ya es el Rey de la Patagonia, se abre paso solo, entre el enojo de la vieja guardia y la violencia de la nueva, y reaparece después de un largo silencio, con una película simple; una lección de humildad.
Pedro Mairal, octubre 2002
Sin duda era la vieja guardia que se siente desplazada. No les gusta la cumbia del nuevo cine suburbano. Quizá con lo que estuve de acuerdo de lo que decían es que lo marginal no es un valor en sí mismo. Pero después de todo el cine argentino no puede no ser marginal, desde el momento en que somos un país al margen de los márgenes. Todos los argentinos somos marginales. Incluso la clase media acomodada es ahora una clase media desacomodada a golpes y a encerrones de corralitos bancarios.
La espera duró un rato, mientras la platea se iba llenando y crecía mi expectativa. Hace muchos años que Sorín no sacaba una película. Después de “Eterna sonrisa de New Jersey”, se quedó una década en silencio. Sé que escribió mucho pero no filmó. Así que cuando se apagaron las luces, yo ya estaba dispuesto a desintegrarme en la oscuridad y meterme en la historia, por más mínima que fuera. Y empezó y apareció la Patagonia.
Tres personajes se empezaron a mover por ese paisaje: una madre joven que gana una participación en un programa de la TV local donde se sortea una multiprocesadora, un viejo lúcido que busca su perro (y el perdón de su perro), y un viajante de comercio que lleva una torta de cumpleaños para el hijito (¿o hijita?) de una mujer de la que está enamorado. Los tres tienen que viajar más de trescientos kilómetros para alcanzar lo que quieren.
Sorín despliega la geografía, la distancia enorme. Y es un alivio que aparezca el paisaje argentino de manera tan poco artificiosa. Un alivio, después de tanto chalchalero en formación aeronáutica cantando frente a las Cataratas del Iguazú, tanta Reina del Paraná, tanto gaucho technicolor y bombo legüero en Purmamarca, en Cuyo, en los Valles Calchaquíes. Esa enfermedad nacional que no termina nunca, porque ahora los culos de Giordano eclipsan con su piel de gallina los grandes glaciares del Sur.
El paisaje en el cine argentino es casi siempre un problema. Los escenarios naturales se desnaturalizan hasta convertirse en cartón pintado por culpa de los diálogos de porteños sentenciosos, puestos ahí como recién aterrizados en paracaídas. Pero en Historias Mínimas, los personajes de Sorín no obstaculizan el paisaje con diálogos absurdos; los personajes son el paisaje y llevan dentro ese silencio. No se los puede sacar de la meseta amarilla, no se los puede sacar de ese viento que quema la cara, sin que dejen de ser ellos mismos.
La historia se va moviendo en autos, por la ruta vacía, o a paso de hombre, al ritmo de la steady-cam, con la delicadeza y la ternura de quien lleva un torta, con mucho cuidado, sin apuro por llegar. La película muestra esos pequeños gestos de amor que atraviesan enormes distancias, amenazados por la intemperie. Un cariño al que la aridez geográfica no logra derrotar. Gestos humanos que subsisten a la desolación como esos yuyitos verdes que se aferran a las piedras secas. Un muñequito de torta en la ciudad, no es más que eso, pero en la soledad del desierto se convierte en un tesoro.
La película podría haber caído en dos zonas peligrosas: confundir buenos sentimientos con buen cine, y empalagar con el cariño kitch. ¿Qué la salva de eso? El humor. Un humor constante que está en la mirada atenta, entrañable, asombrada y piadosa. No me acuerdo quién dijo eso de que Dios está en los detalles, pero es una buena manera de describir el modo en que la cámara elige aquí lo que quiere mostrar.
Ahora que los argentinos nos quedamos con la licuadora en la mano, bienvenidas sean las historias mínimas, bienvenido un cine sin máximas. Sorín, que ya es el Rey de la Patagonia, se abre paso solo, entre el enojo de la vieja guardia y la violencia de la nueva, y reaparece después de un largo silencio, con una película simple; una lección de humildad.
Pedro Mairal, octubre 2002