La suplencia

por Pedro Mairal

I

A las nueve menos cinco entré en el edificio de la calle Esmeralda. Detrás de un mostrador, un encargado de seguridad me chistó y me preguntó adónde iba.
-A Rossi & Peterson -dije.
-Un segundito -buscó una planilla. Yo notaba que mucha gente entraba sin que los frenaran, quizá porque los conocían, o porque tenían una actitud distinta de la mía; entraban rápido, ensimismados, como quien no tiene ganas de pasar por ahí pero debe hacerlo por lo menos dos veces al día. El guardia me tomó los datos y me dio un carnet con un broche para colgarme de la solapa, que decía “visita”.
-No, no. Vengo a trabajar acá. Hoy empiezo una suplencia en Rossi & Peterson -le dije, devolviéndole el carnet.
Me miró un momento y, con una sonrisa que no me gustó, dijo:
-Muy bien. Adelante. [TEXTO COMPLETO]

Un cuadro



fotos y collage: p. mairal
asistencia técnica: fran
cuadro: calle de parís bajo la lluvia, gustave caillebotte, 1877
art insitute of chicago

Esperando en Miami

Con el gran Liniers quedamos varados en Miami. Estuvimos hablando y después nos perdimos el rastro. Ahora veo que mientras él dibujaba yo sacaba fotos:

English

Pedro Mairal
.
.
.
.
***
Pedro Mairal was born in Buenos Aires in 1970. He studied a degree in ‘Letras’ (‘Humanities’) at USAL (‘University of el Salvador’) where he was an assistant lecturer of English Literature. He has published three novels, a volume of short stories and two poetry books. His first novel,“Una noche con Sabrina Love”, was awarded the ‘Premio Clarín’ (‘Clarín Prize’) in 1998 with a panel of judges comprising Roa Bastos, Bioy Casares and Cabrera Infante, and was adapted to the screen in the year 2000. His work has been translated and published in France, Italy, Spain, Portugal, Poland and Germany. In 2007 the Bogotá39 jury selected him among the most notorious 39 young Latin-American authors. He currently lives in Buenos Aires.

Published work:

1996 - Tigre como los pájaros - (poetry)
1998 - Una noche con Sabrina Love - (novel) ("One night with Sabrina Love")
2001 - Hoy temprano - (short stories) ("Early this morning")
2003 - Consumidor Final - (poetry)
2005 - El año del desierto - (novel) ("The year of the desert")
2008 - Salvatierra  (novel) (The Missing Year of Juan Salvatierra)-
2013- El gran surubí (novel in sonnets)
2013- El equilibrio (collection of daily columns)

Congreso en Madison




"Escritores iberoamericanos en la era de la globalización" - Universidad de Wisconsin - Madison marzo de 2007




Muchas gracias al comité organizador.



Tigre como los pájaros



Pedro Mairal




(Botella al mar, 1996)





TAN LEJOS DE LOS DIOSES

El hombre, tan omnívoro y callado,
metiéndose en la ropa, atravesando
hileras de botones que se abren
o patíbulos, puertas o tristezas,
bajando en ascensores al invierno,
bostezando, subiendo a colectivos
que pegan coletazos de colores
en todas las esquinas, detestando,
viajando entre sus prójimos lejanos,
tan frágil, vertical, embotellado,
tan buscador, tan lejos de los dioses,
trasnochado mamífero embustero
que emana de la boca de los subtes,
que fuma, tan mendigo del asombro,
tan rey cuando le lustran los zapatos,
tan peatonal y bípedo sin cielo,
regresando con tráfico en las venas,
cautivo en geometrías y bullicio,
soñando alcantarillas, despertando.
Tan asfáltico, el hombre, tan urbano.






LA ESPERA

El tiempo se ha trabado en la herrumbre de mi espera.
La vertical del sol
sin una sola sombra.
Las ansias en el toro que no embiste:
las cuatro patas negras
clavadas en la arena.
Los siglos que ya lleva
sin parpadear la esfinge.
El David sepultado en la cantera
esperando que llegue Miguel Angel.
Calma chicha en un lago de la puna,
el indio masca coca allí en la proa,
la vela desmayada cuelga inerte,
el agua como un vidrio.
Los soldados aqueos respirando
en lo oscuro del vientre del caballo.
El áspero silencio que da el disco
cuando va a comenzar la sinfonía.
Sombreros en el aire.
Un picaporte inmóvil.
El invierno goteando en el pasillo.
El tiempo de las grutas y los zapatos huecos.
Los gestos detenidos en los cuadros.
Y esperarte en esta mesa yerma,
esperar a que se abra aquella puerta
para que entres y gire el engranaje
y entonces sople el viento, embista el toro,
recobren el aliento las estatuas,
y en los cuadros la vida continúe
y caigan los sombreros
y la lluvia,
y el tiempo se destrabe con su música.





PABLO PICASSO

bebo mi sangre y pinto
pero antes bebo mi sangre
roja como la sangre de los toros
como la sangre de las pálidas doncellas
baba roja el cielo rojo
la sangre de los toros de mi sangre
las doncellas de mi sangre
la roja sangre entre los muslos
de la doncella violada por el toro
babeada por el toro
la baba del recuerdo de la doncella
la baba roja todo me bebo
la doncella velando al toro muerto
la doncella galopando sobre el toro
el toro bebiendo de la melena
de la doncella dormida
el sueño rojo el poema rojo todo me bebo
baja por la garganta
el toro con sombra de doncella
la doncella con sombra de toro
soy toro
doncella
sombra de la sangre de la doncella del toro
una doncella negra un toro pálido
sombra roja que me bebo
el toro pariendo una doncella
la doncella devorándose al toro
una doncella atorada en la garganta
un toro adoncellado en la sangre todo me bebo
todo
doncella y toro y pinto
después pinto
cesa la copa la sangre
doncella con menstruaciones de toro
toro con cornadas de doncella
las dos cosas en mí
doncella y toro






DESDE EL CAFÉ

Revuelvo mi café
y le doy fuerza al día con lentas espirales.
Se echan a andar las horas
desde ese sol formado en el impulso.
Gira la espuma tibia del alba de las calles,
gira el amplio fragor en la mañana,
doblan los colectivos de colores
que viajan hacia el centro
del negro remolino,
rodean el azúcar y las plazas,
toman la curva, suben las mujeres
con sus ojos enormes y se bajan
perdiéndose en la rueda de los vientos.
Se desenrosca así la madrugada,
desde la taza arranca
para mezclar las vidas,
los pálidos oficios que pesan en las manos
por la ciudad redonda, gira y gira
y la espiral se expande
desde el café, la luz del movimiento
que enreda la jornada
da vueltas alejando la sombra de la tierra,
hace rodar los astros,
un gesto circular
que inicia la torsión del universo,
revolver el café, dar cuerda a la galaxia.
¿Acaso la cuchara de Dios indiferente
gira en el zumo oscuro del espacio?





FUENTE CON UVAS Y PERAS

La fruta sobre el llano de la mesa.
En la fuente, unas peras, unas uvas.
Las peras amarillas de siestas bajo el cielo,
las uvas casi negras, casi rojas, violeta.
Racimos desbordantes,
colgando en la molicie de los dones.
¿Qué noches de oscuridad espesa,
qué lluvias hay detrás de sus colores?
Al fondo de su aroma,
¿qué dulce peligro se pasea?
Peras del sur con uvas del oeste
reunidas sobre una mesa humana.
Habrá que detener aquí esa vida.
La tierra se hizo fruta
y esa fruta más tarde será sangre.
Pero yacen ahora en el silencio
de su propio milagro.
Irradian el violeta, el amarillo,
desnudas, relumbrando en la vehemencia,
guardando la dulzura voluptuosa.
Qué evidente que se hace en los racimos
su condición de ofrenda:
de vástagos resecos
emanan las uvas populosas,
de la dura madera de unos árboles
las peras surgen blandas y amarillas.
Regalos deslumbrantes, copiosos alimentos,
en la ciudad, qué lejos que se encuentran.
Habrá que detener la vida en versos
y remontar los círculos frutales,
llegarse hasta sus lluvias,
hasta su sangre de cielos y de campos,
morder para aceptar
la pulpa de los dones,
gustar el amarillo de las peras,
hacer sangre el severo
violeta de las uvas.
Habrá que dar las gracias, detenerse,
mirar sobre la mesa los frutos y la gloria.



LA MANSA TRAVESÍA

Los pies, los besadores de la tierra,
hacia la pierna el ángel del tobillo,
tibia ascensión de piel,
perfil de la penumbra
que sube por el muslo hacia la luna,
un territorio incierto,
un suave advenimiento
de cumbre de la mansa travesía,
luego la altura dócil,
reposada cadera del imperio,
maja dormida, venus sin espejo,
y un desbarrancamiento a la cintura,
un resbalar de luz hasta el olvido
para seguir subiendo
la hedónica ladera de la espalda,
torácica prisión, dorso del alma,
después la curva clara,
la música del hombro,
el cuello desvalido
y desde allí fluyendo caudalosa
la oscura cabellera hasta la sombra.




FONDA DEL BAJO

Hay un rumor de voces en la fonda.
Sobre las mesas brazos o botellas,
sueños tumbados.
Y las sillas sentadas como gente.
Acodado en la barra,
de poncho blanco al hombro,
el mozo es el espectro de un caudillo.
Hay diálogos cambiantes como el alto
vapor de las comidas:
verduras, trigo, peces, animales,
traídos hasta aquí para ser sangre,
ser el cuerpo del hombre que mastica.
Se oyen las soledades,
llega el castañetear de platos blancos.
No hace mucho este sitio era una orilla.
Queda sola mi mesa sobre el llano
y las olas me mojan los zapatos,
agita mi mantel la sudestada,
arriba las estrellas, junco y barro,
pero vuelve la fonda nuevamente.
Al amparo de luces amarillas
la gente se ha ensañado en sus cubiertos.
Mi sopa es el naufragio
de un ángel y su larga cabellera.
Cuando se acabe el vino,
voy a pagar con próceres de todos los colores.
Soy simplemente un hombre
que parte con las manos el pan de cada noche
y despacio comulga con la vida.




LIGAZÓN

Ella desnuda y yo desnudo
y no hay mucho más que me importe.
Las cosas caen al suelo
como habiendo estado siempre en ese sitio,
así caigo yo en ella.

Ella apunta sus rodillas
hacia dos constelaciones
y es entonces la pelviana letanía,
la ligazón oscura con la tierra.




POSTA DEL RESUELLO

Yo sé de la luz blanda de tu departamento,
de siestas como un tímido suicidio.
Libros de anatomía con dibujos
de brazos otorgando sus arterias,
con voces como sacro, laringe, línea alba.
O puntos del espacio
donde dormí tranquilo,
pozos de mí cual trampas
en los que caes a veces y me extrañas.
La cola de tu gata dirigiendo
la música barroca de tus actos:
abrir una ventana, hojear un libro,
bañarte con el agua como un río
que baja por la tierra.
Unas monedas dentro de una caja
guardando griteríos entre hermanos.
La tenue aspiradora desmayada
en un rincón detrás de la mañana.
Nostálgicos idiomas, fragores europeos,
que emanan de tus fotos escondidas.
Toda la claridad, toda tu casa,
dulce guarida, posta del resuello.
Pueden llevarme allí como dormido
un colectivo diáfano de barrios,
un místico ascensor, un par de llaves.







*








Me sumerjo en la oscuridad o en el agua
con el cálido temor de emerger en otro lado.





*








OFRENDA

Tengo la edad en la que mueren los caballos,
la edad en la que el árbol
se ofrece entero al cielo.
Mi miedo es una fauna secreta que me busca,
del mar soy sólo un número de olas.
Tengo dientes y penas y zapatos,
tengo una fiesta eterna que a veces me convoca.
Conozco a una mujer, tal vez, salvo el misterio
de la panza de estrellas de la noche.
Yo no sé cuántos soles le quedan a mi pecho,
yo sé que ha sido bueno vivir y alzo estos años
como una ofrenda ardiendo.
Por encima del toro de sombra de los días,
por encima del asco y el miedo y los espejos,
he llegado hasta aquí.



DESPEDIDAS


Y uno se despide en terminales
donde todo se rompe,
donde se barre de madrugada con esos largos
escobillones el aserrín de la tristeza,
donde hay máquinas gigantes
con motores de furiosos y negros
caballos de fuerza
para partir en dos el mundo,
el cielo que amparó una convivencia,
para cortar raíces, cabos de sangre, amores,
para desenlazar almas rompiendo,
desgarrando los vínculos trazados por un tiempo
de nítida amistad bajo las nubes.
Todo con esa levedad del ómnibus
que deja atrás las estaciones,
el tráfico de pueblos o ciudades
que de a poco se atenúan en suburbios
a medida que se hunden los altos edificios
y crecen los jardines
hasta el primer caballo en un baldío,
las últimas esquinas,
y esas ruedas como unos soles muertos
que ya no se detienen,
la tierra aflora en surcos,
se ensancha el desamparo, la pobreza,
luego es la soledad de la llanura,
el campo abierto, ausente.
¿Y el que quedó detrás, en terminales,
inmóvil y con ese brazo en alto,
el siempre despeinado
por el viento de la eterna despedida?















Quiero esa fe de los pájaros
cuando se arrojan al aire.














POR ESO



porque yo me desierto y tú me lluvias
porque me océano y me balsas
porque me otoño y tú me hojas
porque me sótano y me alas
por eso yo te músico y me músicas
por eso yo te potro y tú me frutas
y yo te marinero y me tabernas
y yo te remolino y me lagunas
por eso yo te circo y tú me infancias
por eso te amarillo y me amarillas
y te barco y me arenas
y te astro y me noches
y te buzo y me perlas
y te campo y me flores
por eso yo te viento y tú me crines
por eso te crepúsculo y me auroras
por eso yo te cielo y tú me golondrinas




PASTIZALES AMARILLOS


Crece el verano lento en su marea,
todo se invierte aquí.
Por el fondo del mar pasan las nubes
y ballenas perdidas por el cielo.
Se sale de la casa pasando por un cuadro
que intenta detener una tormenta
y hay páramos o camas
en donde despertarse perdido como un niño.
Las olas traen poemas gastados a la playa,
de los libros abiertos caen algas, caracoles.

¿Y ahora que lo vivo, dónde se va guardando?
El recuerdo del mar, ¿dónde se acuesta?,
¿sobre qué pastizales amarillos?
La fuga de la música en la ruta,
los tristes horizontes
y todos los crepúsculos de enero
se quedan en los íntimos espacios sin estrellas,
en la virginidad de la memoria.
¿Pero, cómo convocarlos cuando falten?
La risa de los hombres,
¿cómo se recupera desde el miedo?

La muerte no detiene los molinos,
no apaga los relámpagos del faro,
muestra apenas la blanca pureza de los huesos,
osamentas de luz, piezas del alba
que guardan el secreto del vuelo de los pájaros.

Aquí se lee, se viaja,
se duerme sobre un sueño de otáridos marinos,
y aún nos quedan días como ese canto lejos,
las diáfanas camisas
secándose en la soga del verano.





MI MIEDO


Mi miedo es un payaso despintándose
y un poema aborrecido que emanaba
de pájaros enormes azules y amarillos.
Mi miedo es barro entre los dedos
y sorprender una cópula
en los galpones de la siesta.
Mi miedo es la piedra en el aire
y un solo parpadeo de siglos
y estar llegando a Escocia sin zapatos.
Mi miedo es cada noche en los museos
y todo lo rompible
y el pasillo que llega hasta la nuca
y una lenta procesión de linchadores
y un trompo ya sin fuerzas.
Mi miedo es la moneda debajo de la lengua
y ese dulce perfume anticipado
de la muerte florida ya en la víspera.

EL MONSTRUO


Es un extraño monstruo
cuadrúpedo y errante,
bicéfalo, confuso, atormentado.
Un monstruo voluptuoso, esquizofrénico,
a veces dividido en dos mitades;
dos partes que se hieren, se detestan,
se gritan, dan portazos, se distancian.
Un monstruo en dos fragmentos vinculados
por cuerdas invisibles:
ligazones capaces de estirarse
por sobre el mar, el tiempo, los caminos.
Un monstruo que parece desunido
y que vuelve a enfrentarse, a estrangularse;
tan fuerte se acribilla,
se traba y arremete
que se funde de nuevo, saludable.
Un monstruo de bizarros pasatiempos,
que yace en suspirado soliloquio,
huyendo hacia la sombra
de sitios apartados,
adoptando posturas infinitas.
Un monstruo solitario que deambula,
se acuesta sobre el pasto, se despliega
y va contorsionando su belleza.
Monstruo feliz, tranquilo, deslumbrante
que duerme con dos sueños en un lecho.
Complejo, vanidoso, extraño monstruo.





El TIGRE

Estoy encerrado por los barrotes oblicuos
del pelaje del tigre.
Mi libertad está en su entraña:
en sentir mi mandíbula capaz de apretar un cuello
y mis cuatro garras ablandando mi peso,
en sentir hacia atrás el espinazo
que va de mi cabeza hasta la cola
que viene por el agua.

Te advierto que el tigre despedaza a la gacela
porque no sabe tolerar tanta belleza.
Te advierto que algún día seré tigre,
tigre como los pájaros.



VERDE Y AZUL


Ella es el verde y yo el azul.
Y cuando estamos azul sobre verde
somos la tierra y el cielo,
porque ella es la ofrenda fértil
y yo soy los vientos con tormentas y soles;
porque ella es la risa, el pan, la tierra
y yo la senda de los pájaros, el cielo.
Y así, durante el verde bajo el azul,
durante el azul sobre el verde,
somos el mundo.





POEMA VENIDERO

Fue el verano que mi canto nadó con las toninas.
Un artesano que soplaba el alba
por un quenacho, y yo
alzándoles la risa a dos hermanas.
Con ellas anduvimos tanto cielo
que ya no nos temían los raros animales.

La lluvia del Pacífico,
barcazas de color en las bahías
y el viento de moluscos en los bronquios
por la costa de Chile.

Llevábamos apenas
la edad sobre los hombros
y entre soles y pueblos nos pintaban
los óleos del poema venidero.


EL ABRAZO


que yo besas tu boca
mujer de mi mirada verde tuya
que nuestro corazón me desbarranco
mi mano por sus caderas mías
que ofrezco al abro sombras y la invado
un pecho en él de ella sobre mí
con todo el vino nuestro
cada noche

perfiles donde azul y verde un ojo
de amada con mis fauces sometiendo
los labios de ella heridos
por esta fruta nuestra
que somos tú morena con esas ancas mías
debajo de este toro lastimado
los muslos de ella el hombre los delfines

que nos abrazo de ambos
con fuerza de hombre rojo
mis alas son tus piernas de ella las abiertas
debajo de la nuestra cabellera
hay párpados y orejas y narices

y en el abrazo oscuro
en la navegación ventral después rocío
la sombra en tu cabello acariciando
las flores de tu sombra

*





El nadador no podrá quitarse
las manchas de azul y nubes.



*


EPITAFIO


Aquí yacería su cuerpo de no haber sido donado
su cráneo a una función de Hamlet, la jaula de sus
costillas a los soltadores de pájaros, algunos
huesos al mar, un fémur al desierto, el otro a un
hacedor de flautas, sus falanges a la piel de las
mulatas con collares, y cada una de sus vértebras
para hacer unos pisapapeles inútiles que liberan
las páginas al viento.





CONVALECENCIA

Querida mía:
hoy vinieron a visitarme
los pescadores evangélicos,
los que me hallaron ahogado
en la rompiente de los sueños.
Vino un caballo muy viejo
que aún nos recordaba
abrazados entre los girasoles.
Ya estoy mucho mejor:
la cama aquí en el abra del pajal
es lo que más me alivia.
Dos mujeres cretenses vinieron hoy temprano;
en los pechos desnudos trajeron vino rojo
y un toro lejano en las pupilas.
Tal vez porque no hay sombra
nadie se queda mucho.
La etérea familia de saltimbanquis
pasó como a las tres,
dejaron más azul que nunca el cielo.
Si vieras, querida, las golondrinas,
las iguanas a la siesta en la baranda de mi cama.
Ayer vino desnudo tu recuerdo
y me pidió con señas que le trenzara el pelo.
Voy a sanar,
lo sé porque al crepúsculo
se echan junto a mí los animales.
Son tan lindos los días, tan enormes.
De vez en cuando puedo cerrar los cielos
y unas sogas de luz de música serena
consiguen remontarme hasta quién sabe dónde,
sin sábanas, mi vida, sin memoria.
*
(Botella al mar, Buenos Aires, 1996)

Una noche con Sabrina Love - Capítulo I


Pedro Mairal



UNO


Como todavía no empezaba el Show de Sabrina Love, Daniel recorría los sesenta canales del cable robado, dejando a las imágenes durar apenas unos segundos. Un locutor, el fondo del mar, unas jirafas, autos persiguiéndose, mujeres venezolanas hablando, lava volcánica, las autopistas en la madrugada de España, un hombre con cara de terror, unas manos decorando una torta. Pasamos enton. Tu nunca podrás. Most incredible and amaz. Tástrofe de los úl. Allóra il vècchio. Un corte super. La llanura del. Pará Laurita. Una sola historia a toda velocidad en la que el sol del mapa satelital meteorológico brillaba sobre el documental de Kenya donde copulaban los leones mostrando los dientes en la misma posición que la pareja norteamericana del canal pornográfico que también mostraba los dientes y cerraba los ojos como queriendo olvidar la imagen del noticiero de esos iraquíes que apuntaban sus ametralladoras hacia el arquero argentino que caía de rodillas y levantaba los brazos porque sabía que iban a fusilarlo y entonces veía toda su vida en un solo fogonazo comenzando por los dibujos animados de su infancia. Una historia infinita que Daniel aceleraba como intentando apurar el tiempo que faltaba para el programa de Sabrina Love. Sólo se detenía en el beso de alguna pareja que empezaba a desvestirse en la penumbra azulina de una película clase B, rogando que se demorara la toma del fuego en la chimenea fundida con el frente de un edificio en pleno día siguiente donde la actriz haría un gran esfuerzo por mantener la sábana a la altura de las clavículas.
La luz del televisor achicaba y agrandaba la habitación, hacía aparecer muecas extrañas en las mujeres desnudas de los posters desplegables pegados en las paredes, arrugados por la humedad de las lluvias que habían desbordado los ríos del Litoral hasta tapar la ruta provincial que comunicaba a la ciudad de Curuguazú con Buenos Aires. El calor de la noche era el aliento de un animal inmenso. Sentado al borde de la cama, Daniel se mataba los mosquitos y cambiaba los canales apretando los botones del conversor con una aguja de tejer. Cuando se quedaba mirando un programa la hacía zumbar en el aire con una cadencia hipnótica, sin desviar la mirada de la pantalla. En la otra mano sostenía un papel con un número anotado: 2756. De vez en cuando se detenía en el canal para adultos. Ahora eran dos mujeres lamiéndose interminablemente al borde de una pileta. Ya la había visto. Faltaban dos coitos más con las correspondientes escenas dialogadas entre medio, los títulos y después, por fin, el Show de Sabrina Love.
Salió de la habitación y cerró la puerta con una llave que guardaba en el bolsillo. Cruzó a oscuras el patio con su andar adolescente, medio desarticulado, como si le quedara un par de talles grande el esqueleto. Se oían los perros de la cuadra ladrándose en la sombra cálida. Fue hasta la cocina y abrió la heladera. Se quedó sintiendo el frío, mirando los frascos y las sobras. Sacó sólo un botellón con agua y cerró. Oyó los pasos cortitos de su abuela y el golpe de dos tiempos del andador.
-¿Danielito, sos vos?
-Sí, abuela.
-¿Qué hacés levantado?
-Tenía sed.
En la penumbra la vio acercarse despacio, el cuerpo vencido, los brazos flacos pero con fuerza para seguir levantando el andador.
-¿Querés que te prepare algo?
-No, abuela, tengo que dormir -dijo y tomó agua con grandes sorbos.
-¿Mañana trabajás?
-Sí, dentro de dos horas, a las cinco.
-Pero, Daniel, mirá que sos nocturno, siempre desvelado. Tu mamá contaba que vos naciste...
-...con los ojos abiertos.
-Sí, con los ojos abiertos. Tratá de dormir un poco -le dijo y le acomodó el flequillo hacia un lado pasándole la mano por la mejilla.
Soportó la caricia, dijo “hasta mañana” y salió al patio, apurado.
-Danielito, a la tarde viene tu hermana a limpiar, no dejes tu puerta con llave.
Daniel se metió en la habitación y pasó un cerrojo del lado de adentro.
Se sentó en el borde de la cama. Ya empezaba el Show de Sabrina Love. La presentación, con música burbujeante, alternaba imágenes de ella en distintas posiciones y con atuendos especiales para realizar las fantasías eróticas más diversas. Era una mujer rubia, alta, con una cabellera de danesa electrocutada, labios rojos a punto de saltarle de la cara, pechos dadivosos y unas caderas amplias que cuando aparecía tendida en la cama le daban un aire de yegua voluptuosa echada al sol. Hoy dirigía su programa desde el jacuzzi. Invitaba al actor sex simbol del momento a sumergirse con ella para un reportaje donde lograba ponerlo incómodo con todo tipo de sugerencias, presentaba notas estrepitosas hechas en porno shops, opiniones de sexólogos, fragmentos de su participación en distintas películas condicionadas, contestaba su correo de consultas con consejos útiles para la cama, todo con una alegría y una inocencia inigualables. “Y ahora, mis queridos mamíferos divinos”, decía juntando los pechos con los antebrazos, “vamos a lo que todos están esperando: el sorteo para ver con quién paso una noche acá, en el hotel Keops, solitos los dos al rojo vivo.” Ahora gateaba, con portaligas y corset negro, sobre una montaña de papeles que rebasaban una pecera de acrílico. “Cuántos hombres”, decía mientras revolvía, “por lo que me dijeron en producción también hay mujeres, así que esto puede ser una sorpresa.” Daniel miraba su número.
Había llamado hacía un mes cuando logró ver el programa, después de algunas maniobras clandestinas que se desencadenaron la tarde en que subió a la azotea para arreglar la antena que no captaba bien la repetidora local y advirtió, sobre la medianera, un cable nuevo, azul, que entraba en casa de los vecinos; era la transmisión por cable recién traída de Buenos Aires. Algo que muy pocos tenían en Curuguazú. De madrugada hizo una conexión con un cable coaxil y lo llevó hasta su cuarto. Necesitaba un televisor. Sacárselo a su abuela hubiese sido privarla de su único entretenimiento. Fue a ver al gordo Carboni que, se sabía, guardaba mercadería sospechosa. Cerca de las quintas, en un galpón repleto de pedazos de autos y de electrodomésticos usados, le vendieron por la mitad de su sueldo un televisor con el tubo flojo y un conversor de canales.
-Lo ajustás un poco acá, le conectás dos o tres cablecitos adentro y no vas a tener problema. El conversor es nuevo casi. El control remoto te lo debo.
-¿Con esto se ven todos los canales? -preguntó Daniel ya abrazado al aparato.
-Sí, el porno también -le dijo el gordo Carboni. Lo despachó, cerró el portón de chapa y bajo el sol, en la calle de tierra, Daniel oyó que le gritaba burlón:
-¡Te vas a quedar ciego, pendejo!
Pero él sabía que eso no era cierto. Durante la tarde reparó el televisor, desarmó el conversor para ver cómo funcionaba y volvió a armarlo. Esa noche, teniendo ya todo enchufado, pasado el estupor de las primeras imágenes del canal para adultos, comprendió que ya no serían las revistas compradas con vergüenza en el quiosco de la terminal, con fotos de mujeres que la imaginación debía tomarse el trabajo de articular, sino que ahora una corriente erótica continua llevaría hasta su cuarto aquellos cuerpos en todas sus posturas y jadeos, y se entregó con felicidad a un onanismo estival que lejos de dejarlo ciego lo hizo ver por vez primera los secretos más recónditos de su existencia.
Cuando vio el programa de Sabrina Love y supo del concurso, llamó a la línea 0600 que indicaban en pantalla y después de dejar sus datos, una voz grabada le dictó ese número que ahora sostenía en la mano con un leve temblor. Miraba cómo Sabrina Love revolvía el montón de papeles y decía “Lástima no poder complacerlos a todos, mis amores. Ahora les voy a pedir a los chicos de la producción que tiren los papelitos al aire y el que me caiga en el escote va ser el ganador.” Dos tipos musculosos la ayudaron a pararse y empezaron a revolear grandes manojos de papeles que caían como tormenta sobre ella que movía los hombros alzando levemente los pechos, hasta que, al fin, un papelito se posó en el corpiño de encaje negro. Ella dejó que terminaran de caer los otros. Miró hacia abajo, donde estaba el papel, miró a cámara, lo tomó entre sus dedos y dijo “A ver quién es este pícaro. Bueno. En una habitación del Hotel Keops, con todo pago, solitos, vamos a pasar una noche inolvidable yo, Sabrina Love, la primera porno star argentina y...” Daniel miró su número: 2756. “¡Ay, qué divino! No voy a decir el nombre para evitar indiscreciones con alguna esposa celosa, pero es un hombre y tiene el dos mil setecientos cincuenta y seis.” Daniel se paró, pensó que había oído mal. Sabrina Love festejó bailando con una música de saxos aterciopelados y después dijo: “El ganador acuérdese que tiene 24 horas para ponerse en contacto con producción. Nosotros no llamamos porque tal vez el ganador prefiere que sea un secreto entre él y yo. Así que, dos mil setecientos cincuenta y seis, mi amor, divino, te espero para que hagamos todo lo que te imaginás y mientras tanto te dejo guardadito acá.” Se puso el papel en el escote y cerró el programa con su rutina de strip tease.
Daniel se quedó inmóvil, con las manos en la cabeza. Después miró a su alrededor en la habitación y sonrió nervioso. Caían los títulos del Show de Sabrina Love. Apagó el televisor. Se metió en la cama vestido y se tapó totalmente. No podía creerlo. Se quedó en silencio, asustado. La noche de verano ya se deshacía en el canto todavía oscuro de algún gallo.
*
(Una noche con Sabrina Love, Anagrama, 2001)

Hoy temprano


Pedro Mairal

Salimos temprano. Papá tiene un Peugeot 404 bordó, recién comprado. Yo me trepo a la luneta trasera y me acuesto ahí a lo largo. Voy cómodo. Me gusta quedarme contra el vidrio de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy contento de ir a pasar el fin de semana a la quinta, porque en el departamento del centro, durante la semana, lo único que hago es patear una pelota de tenis en el patio del pozo de aire y luz que está sobre el garaje, un patio entre cuatro paredes medianeras altísimas y sucias por el hollín de los incineradores. Si miro para arriba, en ese patio parece que estuviera adentro de una chimenea; si grito, el grito apenas sube pero no llega hasta el cuadrado de cielo. El viaje a la quinta me saca de ese pozo.

En la calle hay poco tránsito, quizá porque es sábado o porque todavía no hay tantos autos en Buenos Aires. Llevo un autito Matchbox adentro de un frasco para capturar insectos y unos crayones que ordeno por tamaño y que no me tengo que olvidar al sol porque se derriten. A nadie le parece peligroso que yo vaya acostado en la luneta. Me gusta el rincón protector que se hace con el vidrio de atrás, al lado de la calcomanía de la Proveeduría Deportiva. En el camino miro el frente de los autos porque parecen caras: los faros son ojos, los paragolpes son bigotes, y las parrillas son los dientes y la boca. Algunos autos tienen cara de buenos; otros, cara de malos. Mis hermanos prefieren que yo vaya en la luneta porque así tienen más lugar para ellos. Yo no viajo en el asiento hasta más adelante, cuando hace demasiado calor o cuando ya no quepo en la luneta porque crecí un poco. Tomamos una avenida larga. No sé si es porque hay muchos semáforos pero vamos despacio, además después ya el Peugeot está medio roto, tiene el caño de escape libre y hay que gritar para hablar; una de las puertas de atrás está falseada y mamá la ató con el hilo del barrilete de Miguel.

El viaje es larguísimo. Sobre todo cuando no están sincronizados los semáforos. Nos peleamos por la ventana, ninguno de los tres quiere sentarse en el medio. En la General Paz nos turnamos para sacar la cabeza por la ventana con las antiparras de agua de Vicky, para que no nos lloren los ojos por el viento. Papá y mamá no dicen nada. Salvo cuando pasamos por la policía, ahí hay que sentarse derechos y estar callados. Cuando ya tenemos el Renault 12, a Miguel se le vuela por la ventana medio pilón de figuritas de Titanes en el Ring y papá frena en la banquina para juntarlas porque Miguel grita como un enloquecido. Yo veo de repente que se nos acercan dos soldados apuntándonos con la metralleta, diciendo que estamos en zona militar. Le hacen preguntas a papá, lo palpan de armas, le revisan los documentos y después tenemos que seguir viaje sin juntar las figuritas que quedan ahí desparramadas, incluso la autografiada por Martín Karadagián.

Papá busca música clásica en la radio, a veces consigue sintonizar bien la emisora del Sodre. Nosotros estamos a las patadas en el asiento de atrás cuando de repente papá sube el volumen y dice "escuchen esto, escuchen esto" y hay que hacer una pausa silenciosa en medio de una toma de judo para escuchar una parte de un aria o de un adagio. Después, cuando llegan los pasacassettes para autos, el viaje a la quinta se hace bajo el dominio absoluto de Mozart. Miramos pasar hacia atrás el camino prolijo, los árboles podados con los troncos pintados de blanco, y escuchamos los quintetos para cuerdas, las sinfonías, los conciertos para piano, las óperas. Vicky lidera rebeliones para tapar a las sopranos de Las bodas de Fígaro o de Don Giovanni con nuestro cántico filial favorito que dice "Queremos comer, queremos comer, sangre coagulada revuelta en ensalada...". Pero después Vicky empieza a traer libros para el viaje y los lee sin prestarle atención a nadie, en silencio, cada vez más enojada, porque la obligan a venir, hasta que le dan permiso para quedarse los fines de semana en el centro para ir al cine con sus amigas, que ya salen con chicos, y entonces Miguel y yo tenemos cada uno su ventana indiscutible, aunque invitemos a un amigo.

Sentimos que no vamos a llegar nunca. Hay largas esperas a medio camino mientras mamá compra muebles de jardín o plantas, aprovechando que papá se quedó trabajando en casa. Con Miguel jugamos en el asiento de atrás a ver quién aguanta más sin respirar; cada uno le tapa el tubo del snorkel al otro para que no haga trampa, o, si no, improvisamos un partido de paleta con un bollo de papel y las dos patas de rana. Esperamos tanto que Tania se pone a ladrar, porque no aguanta más encerrada en la parte de atrás de la Rural Falcon que tenemos después del Renault. Entonces aparece mamá, con plantas o macetas o algún mueble que hay que atar al techo, y seguimos viaje.

Los amigos que invita Miguel van cambiando. Yo los miro con asombro, con ansiedad perversa, porque sé que cuando lleguemos van a empezar a caer en las trampas que Miguel deja siempre preparadas: el ratón muerto dentro de las botas de goma para el invitado, el fantasma del galpón, la farsa de los chanchos asesinos, el pozo tapado con hojas y ramas al lado de la fila de palmeras que se ve desde la casa. Dentro del auto, en los embotellamientos de la ruta a media mañana, yo miro a los amigos de Miguel y paladeo por primera vez el mal. Prefiero a los confiados y prepotentes, porque sé que les va a resultar más intensa la humillación de esas trampas en las que yo colaboro de un modo oblicuo, indefinido. Los invitados de Miguel casi nunca vuelven a venir.

Cuando terminan el primer tramo de la autopista y ponen el peaje, el tráfico avanza mejor. Vicky va por su cuenta, con amigas que tienen auto. Papá ya casi no viene. En la Rural destartalada, mientras mamá maneja, Miguel me usa el cuaderno de dibujo garabateando planos y elaborando estrategias para espiar a las amigas de Vicky cuando se cambian. Después Miguel empieza a venir cada vez menos, y yo tengo todo el asiento de atrás para dormir. Mamá frena y me despierta para que le ponga agua al radiador, que pierde y recalienta el motor. Compramos una sandía al costado de la ruta.

En la barrera del tren, donde antes había uno o dos vendedores ambulantes, ahora hay amputados o paralíticos que piden limosna y otros que ofrecen revistas, pelotas, biromes, herramientas, muñecos. También en los semáforos del pueblo que atravesamos piden una moneda o venden flores y latas de gaseosa. A papá le dieron el Ford Sierra de la empresa, que tiene botones automáticos y, como a Miguel lo asaltaron hace poco, mamá me hace bajar los seguros y cerrar las ventanas en los semáforos porque le dan miedo los vendedores. Dice que se le tiran encima y que, además, Duque los puede morder. Después, la excusa del aire acondicionado ayuda a que ya no vayamos más con la ventana abierta. El auto comienza a ser una cápsula de seguridad, con un microclima propio. Afuera cada vez hay más basura, más pintadas políticas. Adentro, la música suena nítida en el estéreo nuevo y mamá tolera con paciencia los cassettes que yo pongo de Soda o de Police.

El auto es más rápido y todo el tiempo parece que estamos por llegar. Sobre todo cuando empiezo a manejar yo, que aumento la velocidad sin que mamá se dé cuenta porque viene tranquila en el asiento del acompañante mirándose en el espejo su último lifting, que le tira la piel para atrás como si fuera un efecto de la aceleración. Después, cuando muere papá, mamá prefiere que maneje Miguel, que volvió como el hijo pródigo, porque Vicky ya está viviendo en Boston. Para mí la ruta se empieza a enrarecer porque manejo el Taunus amarillo del padre del Chino, en el que dejamos cerradas las ventanas, no por miedo a que nos roben sino para que el humo de la marihuana no pierda densidad. Escuchamos Wild horses y hay momentos casi espirituales en los que la velocidad total de la ruta parece cobrar una lentitud serena en el paisaje enorme y chato. Después manejo el auto de la madre de Gabriela, que por suerte es gasolero y no gasta demasiado en las escapadas que nos hacemos cualquier día de semana para estar solos un rato. Ya se está hablando el tema de la expropiación pero es apenas una advertencia, faltan todavía dos gobiernos. Gabriela se pone unos vestiditos que me obligan a manejar con una sola mano y a acariciarle los muslos con la otra, subiendo desde las rodillas lentamente, sin necesidad de poner los cambios porque dejo el motor a fondo mientras Gabriela me pide al oído que no me apure, que esperemos a llegar. Nunca se hizo tan largo el viaje. La quinta está allá lejos, inalcanzable.

Más adelante, a Gabriela le empieza a crecer la panza y viajamos para tratar de integrarnos a la vida familiar. Vamos en el Volkswagen que nos presta su hermano. Ya usamos cinturón de seguridad, ya empezamos a tener miedo de morirnos y faltan pocos kilómetros. Los años pasan hacia atrás cada vez más rápido. Hay muchos más autos en la ruta y más peajes. Están terminando la autopista. Frenamos en una estación de servicio, discutimos. Gabriela llora en el baño. Tengo que pedirle que salga. Después compramos el baby-seat para Violeta y ella va chiquitita y dormida en el asiento de atrás, también con cinturón de seguridad. Los tres atados.

Piso el acelerador porque quiero llegar temprano para almorzar. Gabriela dice que no importa, que podemos parar en el Mc Donald's. Discutimos. Gabriela me desprecia. Yo me pongo los anteojos negros y acelero más. Aprovecho el viaje para escuchar demos de jingles para radio. Aprieto con las manos el volante del Escort. Falta poco. Gabriela me pide que vaya más despacio, después deja de venir, se va con Violeta a lo de la madre los fines de semana. Manejo solo, escucho los conciertos para piano de Mozart en compacts que suenan perfectos. El motor de la 4x4 no hace ruido. La autopista está terminada, con alambre a los costados para que no cruce la gente. Voy por el carril rápido. Miro el velocímetro: ciento sesenta y cinco. Estoy por pasar por el lugar exacto. Veo de lejos las tres palmeras y espero a que se alineen. Se acercan, me acerco, hasta que la primera palmera tapa a las otras dos y digo "acá", y es como si lo gritara, pero lo digo despacio, lo digo en el punto exacto donde estaba la casa antes de la expropiación, antes de que la demolieran y construyeran arriba la autopista. Siento que por una milésima de segundo paso por adentro de los cuartos, por arriba de la cama donde jugábamos con Miguel a Titanes en el Ring, paso por las tumbas de Tania y Duque entre las plantas de mamá, paso por un olor húmedo y metálico, por un sabor a ciruelas verdes tiradas en el fondo de la pileta para bucearlas más tarde, paso por el miedo a una culebra que salió cuando dimos vuelta una chapa, por la noche de lluvia en que jugamos a embocar una pelota en el único cuadrado roto de la ventana para obligarnos a buscarla con linterna entre los sapos y los charcos. Ahora es un malón incesante de autos que pasa por encima del fantasma de la casa. Son las doce en punto y el sol resplandece en el asfalto. Soy un hombre divorciado, un publicista que va al country de su hermano por primera vez y se olvidó las instrucciones de cómo llegar y está perdido, un hombre que no sabe dónde frenar y sigue viajando en el auto desde que salió hoy temprano, hace mucho, acostado en la luneta de atrás.

*

(Hoy temprano, Aguilar, 2001)

El año del desierto

(fragmento del primer capítulo, publicado por Interzona, 2005)

Un rato antes de salir, pasó Lorena, una de las secretarias, anunciando por todo el piso que podíamos irnos "porque parece que hay quilombo". Siempre que había disturbios en el centro nos dejaban salir más temprano. Alejandro debía estar ahí metido. Me puse unos jeans para no llamar la atención por la calle. No me quedaban muy bien, no eran mis Levis buenos, sino unos Tex que me había comprado en el Carrefour cerca de casa porque estaban baratos. Los tenía siempre en el cajón de mi escritorio por cualquier urgencia. Traté de escabullirme sin que me vieran, pero justo apareció Baitos y bajó conmigo en el ascensor. Era un ex rugbier economista, que no trataba de caerme simpático. Tenía una oreja medio machucada, era retacón y peludo. Cuando entrabas a su oficina, tenías que tener cuidado de no recibir un palazo porque estaba distraído, practicando su swing de golf.
-¿Cuántos cumpliste? -me preguntó.
-Veintitrés -le dije y no sé si me oyó, porque le estaba echando una miradita a mis jeans.
-Ojo en el colectivo -dijo-, recién escuché por radio que en Constitución dieron vuelta un colectivo y lo quemaron.
Me sentí tentada de decirle: "Voy en moto", para descolocarlo, pero, al menos esa tarde, no era cierto. Nos quedamos callados hasta planta baja. Cuando se abrieron las puertas, huimos del silencio incómodo y encaramos apurados los molinetes con la tarjeta de identificación; mi molinete giró y pasé, pero el de Baitos falló y le pegó en seco. Por el rabillo del ojo lo vi que se doblaba. Saludé a la gente de seguridad y fui hasta la puerta. Él, por fin, logró pasar y fue hacia la cochera donde guardaba su auto que, según decían, era blindado.
Afuera hacía un calor horrible y lento. El sol todavía picaba en los hombros. Me hubiese gustado que Alejandro me pasara a buscar con la moto como otras veces. Yo me subía y arrancábamos y veía nuestra imagen reflejada en los paneles espejados de la Torre Garay. Mi cara apoyada contra su espalda. Mi pelo volando hacia atrás. Me gustaba ir así. Cerraba los ojos para sentir solamente la aceleración que me sacaba de ese lugar, que me alejaba, una fuerza, un movimiento que se mezclaba con mis ganas de fugarme, de cambiar de aire.
Subí caminando por Sarmiento. La calle estaba alfombrada con volantes. Agarré uno. Decía: "La intemperie que el Gobierno no quiere ver". Tenían fotos de una cuadra antes y después de la intemperie. En el antes, había casas una al lado de la otra y, en el después, se veían sólo los baldíos. Lo tiré por si me agarraban con eso encima. Pasó un tipo en cuero, usando como tambor un tacho de basura de los de plástico. Para el lado de la Plaza se oía el latido enorme de los bombos. Como estaba a tres cuadras, no me preocupé mucho, hasta que vi pasar a la montada. Primero oí el repiqueteo de herraduras contra el asfalto y después vi pasar los caballos alazanes al galope. Los policías ya venían amenazando con el látigo. Vi que los otros corrían y corrí hasta la esquina. Pasaban chicos con la cabeza envuelta en una remera, pasaban tipos de corbata con el saco en la mano, eufóricos. Lo de siempre. En cada marcha contra la intemperie pasaba lo mismo. Me apuré hasta Cerrito. Quería encontrarme con Alejandro y nada más. Unos tipos arrastraban carteles de "hombres trabajando" para hacer una barricada. Otros trataban de romper un vidrio y no podían; los cascotes y los pedazos de baldosas rebotaban, haciendo ondular el reflejo como si fuese agua. Se oían frenazos de autos y después explosiones o tiros. Ahí me empecé a asustar. Pasaron más tipos corriendo, y chicas también. Yo me quedé al lado de unos fotógrafos. Pasó un camión hidrante y nos escondimos en la entrada de un departamento pero nos mojaron igual.
Crucé la 9 de Julio y casi me pisa un auto porque algunos iban a contramano o giraban rápido en "u". Corrí hasta el bar. Afuera estaban los mozos de saco blanco que habían salido a la vereda para mirar. Me conocían de vista, porque nos encontrábamos seguido en ese bar con Alejandro. Uno de ellos agarró un fierro y empezó a decir:
-¡Que vengan, que vengan!
Los otros se rieron. Parecían contentos. Adentro no había nadie. Todavía no eran las siete. Así que me quedé ahí con los mozos, que me miraban de reojo porque yo tenía la musculosa mojada. Vimos pasar a toda velocidad, hacia el lado de la plaza, unos autos con las ventanas abiertas y caños de armas largas que asomaban hacia afuera. Se oían disparos, vidrios, gritos. Me empezaron a picar los ojos y la garganta. Tardé en darme cuenta de que era el gas que ya se estaba esparciendo por todos lados. Les pedí agua a los del bar y me trajeron un vaso, pero no logré sacarme el gusto ácido de la boca y la garganta. Me dijeron que mojara el pañuelo y me tapara para respirar. Eso me mejoró un poco. A media cuadra del bar, un McBurger estaba en llamas. Los mozos bajaron la persiana de metal para evitar problemas. Cuando estaban cerrando la puertita más baja, me invitaron a meterme dentro con ellos; insistieron bastante, diciendo:
-Dale, rubia.
Preferí quedarme afuera. Pasaron dos chicas, una ayudaba a la otra que tenía sangre en la cara. Alejandro no venía y lo odié por haberme hecho meter ahí. Se oyeron más disparos. Me acurruqué detrás de un árbol, frente a un local. Contra las persianas metálicas golpeaban piedras o pedazos de cosas. Yo pensaba: “No tengo nada que ver, no me puede pasar nada, vengo a encontrarme con mi novio”. Hasta que vi pasar una camioneta de la policía con un tipo muerto atrás. Algo me pegó cerca y un vidrio, a mi espalda, se rajó con forma de telaraña. Me vi rota en el reflejo, como hecha pedazos. Me acordé de que no había traído el documento. Entonces escribí en un papelito: "Soy María Valdés Neylan", anoté mi número de documento, la dirección de casa y el teléfono, y me lo guardé en el bolsillo del jean. Tenía miedo de que me mataran y que no supieran quién era.
Hice el gesto de buscar en el bolso mi teléfono celular para llamar a alguien. A veces me olvidaba de que ya no lo tenía, me quedaba el hábito de tenerlo siempre encima. Escuché un ruido, un galope, y pasó a mi lado un caballo de la montada desbocado, sin jinete. Alejandro no venía. No sé cuánto tiempo pasó. Pensé en irme. En buscar un baño. Pero no me podía mover. Me quedé ahí en cuclillas, llorando, y me hice pis. Pensé que a Alejandro le había pasado algo, que lo habían llevado preso o que él había llevado a alguien al hospital. No me podía quedar más ahí. Me fui caminando, con una mezcla de pánico y bronca. Se me debía ver el jean mojado. Quería cambiarme, lavarme la cara, debía tener los ojos hinchados y el maquillaje corrido. Me sentía fea, sucia. Llegué hasta Callao pisando vidrios rotos. Llamé por un teléfono público a lo de Alejandro para ver si estaba ahí, pero no me contestaba nadie. Pasaba gente cargada con fardos de ropa nueva, con estéreos, videos, licuadoras. Los dueños de algunos locales estaban armados detrás de las persianas a rombos. En Lavalle me tomé el 60 del Bajo y a las nueve estaba en casa.